“Hamnet”: novela de Maggie O´Farrell sobre la misteriosa vida familiar de Shakespeare
Horacio Otheguy Riveira.
En todas las biografías del genial poeta y dramaturgo inglés hay más zonas oscuras que diáfanas. Al respecto se han hecho películas y obras de teatro, tratando de desvelar episodios amorosos, presuntos amoríos hetero y homosexuales, robos de ideas cuando no decididos plagios. Sobre tantos nubarrones, los poemas y las principales obras teatrales –en prolífica producción– lo dejan triunfante, una y otra vez restablecido su talento con un puñado de textos una y otra vez replanteados con éxito en cualquier formato. De entre todos, una de sus obras más inquietantes y complejas, La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, popularmente conocida como, simplemente, Hamlet.
La escritora Maggie O´Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972) investigó y tomó decisiones muy personales. De hecho, el título de su novela, Hamnet, parte de un personaje generalmente desconocido: el hijo pequeño de Shakespeare, gemelo de Judith. Un título engañoso, discutible, ya que da la impresión de que este personaje está en el centro de la acción, y no es así, pues se trata de un personaje clave muy avanzada la novela, al final de la primera parte.
A partir de esta inquietud, O´Farrell desarrolla una historia familiar en la que el niño es un secundario entre muchos personajes y situaciones interesantes de aquella época de finales del siglo XVI, narrados con un estilo de hoy, cercano, y notablemente cinematográfico, al ir del presente al pasado con una fluidez muy atractiva, de manera que empezamos con el brioso muchachito corriendo por las calles del pueblo, y en su andar retrocedemos al inicio del romance de sus padres, Agnes y William, en un discurrir por tiempos de fuertes sacudidas emocionales. Palpitaciones poéticas que el mundo conocerá como shakespearianas, brotadas ahora de la vida cotidiana de una familia disfuncional con padre severísimo, violencia física madres y padres hacia hijos que, sobre todo, deben obedecer; vendaval de prejuicios y supersticiones, una mujer fascinante, de carácter, con poderes sobrenaturales en, nada menos, la esposa del escritor… Y el amor como un torrente de alegrías incomparables; los dones de la solidaridad, la amargura de las diferencias sociales; y el terrible mal de la peste en torno a 1595, descrito admirablemente su complejo devenir desde la página 160 a la 172, a partir de un puerto de Alejandría recorriendo mundo hasta recalar en la región donde transcurre la acción.
En síntesis: un fresco que nos permite descubrir la cotidianidad de aquel tiempo con un lenguaje novelístico de hoy, que en ningún momento pretende emular al poeta y dramaturgo —probablemente el mayor escritor de todos los tiempos—, sino acercarse a su mundo como si le soñáramos en tiempos de su juventud, raramente retratados con la tensión dramática que provee el andar de un niño sensible e inquieto en un entorno difícil, así como literariamente muy original, ya que página a página, sabemos que deambula William Shakespeare (“el huésped, preceptor, hermano, marido, padre, cómico”), pero las páginas se suceden sin que se le nombre: una complicidad con el lector, y su esposa, Agnes, como auténtica protagonista de la novela.
Quien será William Shakespeare es un joven preceptor de latín de unos niños de familia terrateniente; solo tiene 17 años, y se deslumbra en cuanto descubre a Agnes, una bella desconocida que tiene a un halcón hembra.
«[…] —Hoy ha cazado dos ratones –dice la mujer–. Y un topillo. Vuela -continúa, volviéndose hacia él– en silencio absoluto. No la oyen llegar.
El preceptor, envalentonado por esa mirada, alarga una mano. Encuentra la manga de ella, luego el jubón y por fin la cintura. Curva la mano alrededor con la misma firmeza con la que ella lo ha tocado antes e intenta atraerla hacia sí.
—¿Cómo os llamáis?
Ella se separa, pero él la aprieta más fuerte.
—No voy a decíroslo.
—Vais a decírmelo.
—Soltadme.
—Primero decídmelo.
—¿Y después me soltaréis?
—Sí.
—¿Cómo sé si cumpliréis, maese preceptor?
—Siempre cumplo. Soy un hombre de palabra.
—Y de manos, sin duda. Soltadme, repito.
(…) Le pone las manos en los hombros, desliza la punta de los dedos por sus brazos y la ve temblar con el roce.
—Me lo diréis cuando nos besemos.
Ella aparta la cabeza.
—Presuntuoso. ¿Y si no nos besamos nunca?
—Nos besaremos.
Ella le coge la mano otra vez; le aprieta entre el pulgar y el índice. Él enarca las cejas y le mira sin pestañear. Tiene la expresión de una mujer que estuviera leyendo un fragmento de texto particularmente difícil, que intentara descifrar algo, averiguar algo.
—Hmmm…
—¿Por qué me sujetáis la mano así?
El ave está inmóvil en la percha, escuchando.
La mujer se inclina hacia él. Le suelta la mano, que vuelve a quedarse como desnuda, desollada. Sin previo aviso, pega su boca a la de él. El preceptor nota el pulso doble de sus labios, la presión que ejercen sobre los dientes, la increíble suavidad de su tez. Y entonces ella retrocede.
—Me llamo Agnes».
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Shakespeare y Marlowe en “La estancia”, teatro español de Chema Cardeña.
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