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Oroza, poeta del Atlántico

Foto: Consuelo De Arco

Por Antonio Costa Gómez.

Nació en Vivero y murió en Vigo. Nació y murió asomado al océano Atlántico. Tal vez por eso tenía un espíritu oceánico y sin fronteras. Y nocturno. Continuaba la nostalgia del olvido de Luis Cernuda.

Una madrugada me llamó por teléfono desde Vigo a Madrid. Me dejó un mensaje larguísimo en el contestador. Me decía que dejara Madrid y me fuera a orillas del océano. Que viviera como él junto a lo primitivo y la naturaleza. Con los dioses primigenios y la mística visionaria. Más allá de las máquinas y las fórmulas.

Me invitaba a un delirio de libertad íntima, me metía dentro de su sueño. Yo entraba otra vez en su mundo de noche y de locura del lenguaje. Habitaba como un espectro tan vivo ese mundo. Recorría con él las salas íntimas de su memoria. Me acordé de que mezclaba los tiempos y los lugares, como si viviera en otra dimensión, como los surrealistas o los místicos.

Recordé cuando lo encontré en mi cama en Compostela, creí que estaba muerto. Tenía los ojos cerrados y no se movía ni un músculo de su cara. Me pareció que había ido al otro lado. Recordé cuando me hablaba muchos años después de aquel recital suyo en Compostela envuelto en humo y música de Pink Floyd, salmodiaba como un ser de ultratumba entre nosotros.

Él vivía en otra dimensión radical, como dice Isaac Basevish Singer las categorías kantianas del tiempo y el espacio no se cumplen en la noche. Y no se cumplían en su noche. Recordé cuando me lo presentaron y me escondí un poco detrás del que me lo presentó, porque me asustaba y me fascinaba. Era como un Orfeo que venía del infierno o de las tinieblas más intensas. Del Olvido de Luis Cernuda.

Por eso también fascinaba a las mujeres. Las palpaba con dedos espectrales y con palabras como teclas. Supongo que les provocaba estremecimientos. Y les sacaba otra piel dentro de la piel.

En Cabalum recoge el país del olvido allí donde Cernuda lo dejó. Y nos llevaba a al país del olvido donde todo estaba libre y sin ataduras. Y nos mantenía flotando en el aire como el humo. Un hombre se caer y “si no existiera el suelo se salvaba”, dice Oroza. Era como el Max Estrella de Valle- Inclán en el Viaducto en Madrid: “vamos a regenerarnos con un vuelo”.

Recordé cuando estábamos de noche con Anxo Pastor (el que inventó una secta misteriosa y no sectaria de poetas) en un altillo en Vigo, con el suelo de cemento y sin separar en habitaciones. Decía medio sonámbulo: zafios, que son unos zafios. Siempre despotricó como un ángel cretrino contra la vulgaridad del mundo. Me quedé dormido y desperté horas después. Y seguía diciendo (en otro tiempo, en el tiempo de los cuentos o los poemas): zafios, que son unos zafios.

A veces me parecía como un ciego de Sábato, alguien que ve mucho más que todos nosotros. Dijeron que era el poeta beat español, lo nombraron en Plaza y Janés en la Antología de la «Beat Generation», junto a Allen Ginsberg o Lawrence Ferlingheti. En Madrid lo recordaba Umbral en “La noche que llegué al Café Gijón” apareciendo como una sombra proustiana en la memoria.

En su primer libro Évame, Malú imaginó que la poesía era una sustancia mágica que nos trastornaba y abría, para eso inventó el verbo «evar». Ahora se me ocurre que, tal vez, hace referencia a Eva, que es como volvernos a la genuinidad sin estropear a Eva.

En Eléncar llevó a lo máximo la evocación mística y surrealista. Hacía también magia y poesía con los nombres, como lo hacía Tolkien. Publicó solo tres libros (más que nada dio recitales inolvidables) pero consiguió que su nombre se pronunciase con fervor en esquinas del mundo entero. Oroza también ahora es un nombre mágico, igual que los nombres de sus libros. Parece un nombre inventado como los suyos pero fue tan real y tan concreto. Tan místicamente concreto.

Pero encontraba la extrañeza y la plenitud en las palabras. Solo se dedicó a la poesía, no hizo prácticamente en su vida (salvo aparecer fugazmente en alguna película). Fue un ángel maldito o un mártir. Muchos se dedican a vender armas o traficar con niños, a especular con el dinero de los demás o inventar venenos. Pero a la gente solo le parece mal que uno solo escriba poesía. Y fue un prodigio en medio de este mundo vulgar y práctico. Fue un Rilke gallego y un espectro del Atlántico. Un ángel con olor a poesía en medio del cemento del mundo.

Siempre llevaba consigo a Georges Bataille, el libro La experiencia interior. Y él era la experiencia interior y anterior. Él era “la parte maldita” de Bataille y el sacrificio, aquello que no se puede reducir a fórmulas. Se ofreció en nombre de todos nosotros a los dioses de la poesía. Y nos santificó a todos en este mundo de fórmulas. Y nos liberó a todos aunque no nos demos cuenta. Yo admiro en él a un hombre que se dedicó solo a la poesía (qué ridículo para algunos).

Y no se dedicó a la venta de armas y a la especulación inmobiliaria, profesiones tan respetadas. Y vivió sin tener nunca nada, siempre invitado en casas de amigos, en situación precaria y desasida como un santo de la poesía. Y un día me dijeron que había muerto en Vigo junto al Atlántico, con más de noventa años. Y ahora cumple cien años. Y yo lo celebro en con fervor en silencio.

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