ColumnistasTierra de paso

Bares y universidades

No soy muy de bares. Soy el último mono en una larga tradición de bebedores empedernidos. Muy español y mucho español, la costumbre del refrigerio y la tapita me patea el trasero. Como todo, tiene sus épocas, y aquí Judas no puede negar que traicionó alguna vez.

La primera borrachera que tuve fue a los dieciocho años. Algún tipo de ennoblecedora moral me hizo apretar el cronómetro al cumplir la edad legal para ir a la cárcel o conducir. Estas dos actividades forman una buena pirámide con la embriaguez, pero en eso me diferenciaba de todos mis colegas del pueblo (sí, soy un tío de pueblo, de los de alfalfa en el pecho). Lo normal hubiera sido pimplar desde los quince o dieciséis, cuando el señorito de ahí abajo despierta de la hibernación de la infancia y entrar a las ocho y media de la mañana al aula era respirar un perfume de hormonas. Con un verano de por medio, la aguja de la diversión ya no señalaba ni a los videojuegos ni a los partidos: chicas y alcohol. Me río yo de los chavales que se pertrechan con sus mejores galas y se piden copazos, sintiéndose el Troy McClure del Jardín de Infancia.

Soy un jugador. Nada de prólogos antes de poder acabar enchironado. Corría el Carnaval del dos mil trece, en Santoña. Vasos de tubo y tres amigos con experiencia. Coca-Cola y ¿ron? Digamos que sí. La noche se volvió tan confusa como suelen serlo los carnavales. Recuerdo La oreja de Van Gogh versionada en el escenario, dificultad para leer los mensajes del móvil de uno de los veteranos (¿cuántos chicos hacen falta para leer a una mujer?) y, llegar a casa, la sensación de que la habitación rotaba tomando el colchón como eje. Tampoco le terminé de ver la gracia: las chicas guapas lo eran con o sin copas, tenía veinte euros menos y una resaca que pasaba desapercibida con un gripazo. En Cantabria, en invierno, las enfermedades del aparato respiratorio son tan comunes con las anchoas.

Poco después llegó la universidad, de la manita con el divorcio de mis padres. Cosas así les pasan a muchos chavales, entonces y ahora. El cuerpo atlético, entre el estrés, el alcohol de los fines de semana y la comida, se convirtió en una pelotilla. Empecé Ingeniería Informática y llegué a los primeros finales con más ceros que un código binario. No era lo mío. Y ya sabéis lo que se dice de los zorros y la astucia; yo siempre fui más perro, y nuestros peludos amigos no siempre destacan por tomar buenas decisiones. El curso siguiente me matriculé en Historia, tras descubrir, gracias a la infinita amabilidad y confianza de mi madre, lo que es el trabajo cuasi-esclavo pegando carteles en Torrelavega.

—Una madre tiene que enderezar a sus hijos.

Y yo que creía que no sabía que, algún viernes, tomaba gota. Debió pensar que entre el divorcio y el abandono de una carrera, iba a tirar mi futuro por la borda, cosa que hice. Pero yo estaba convencido de empezar otra carrera a toda costa y, si tenía algo de moña, terminarla.

Historia tenía algo en común con Ingeniería Informática: los tipos raros. Ahora quizá se apunte mucha gente guay, gracias a los contenidos en streaming y la popularización de la cultura friki. Pero 2015 formaba parte de una etapa de transición, como cuando reduces los carbohidratos al iniciar una dieta milagrosa. Ya no solo eran frikis silenciosos, con gafas, de esos que te miraban de refilón cada vez que tu discurso rozaba lo herético (una vez dije que no jugaba a Leage of Legends y perdí el contacto con la mitad de mi promoción), sino que estos tenían actitudes reivindicativas. El primer año apenas éramos una amalgama de casi cien estudiantes mamando de un bachiller profesional de humanidades, cosa que me vino de perlas, ya que a finales de la ESO yo me orienté hacia Ciencias. El por qué, lo ignoro. Nunca tuve muy claro lo que quise hacer.

El segundo año se formaron los grupitos. Por un lado, la vena reivindicativa se tradujo en camisetas de metaleros, cerveza barata con sabor a orina de rata, y apalancamiento en el Río de la Pila. Estuve un año saliendo con esta gente, aumentando la pelotilla hasta convertirla en una auténtica bola. Cuánto veneno. Eso sí, gente maja. Después salté al otro grupo, al de los estudiosos. No eran los alumnos más carismáticos de sus antiguos institutos, esos que dejaron a una edad donde las tetas y los abdominales acaparaban los titulares más chismosos, pero tenían su encanto. Son los que aún guardo relación; gente cariñosa. Tampoco llegué a encajar del todo. Historia tenía algo que molaba: batallas. Otra cosa no, pero el ser humano padece un hijoputismo desmedido. Cuando una discusión se estanca, espadazo a la esplénica. No hay negociación que soporte cuatro tiros en el pecho.

Ya por estas fechas apenas tomaba alcohol. Pasé de las copas de los dieciocho a la orina de rata y, de esta, al vacío. Lo único que quería era graduarme y (herejía) trabajar. No fueron necesarios cuatro años de leyes visigóticas y tratados mercantiles para darme cuenta que lo mío no era la Historia con mayúscula. Además, el incesante bombardeo de trabajos baldíos mataba cualquier vena artística. Desde la más tierna infancia escribí relatos, todos fantasiosos (que no fantásticos); incluso me atreví con una novela a la tierna edad de doce años, antes del cóctel de hormonas. Estar en casa molaba. Con cuatro pinceladas, me inventaba una historia para un juego de tarde de domingo.

Durante los cinco años que me llevó la universidad, lo único original que salió de mi teclado fue un poemario de dudosa calidad, y el inicio de una novela no publicada. El mérito lo tuvo el último año, que dediqué casi en exclusiva al TFG.

Es posible que si hubiera estudiado Literatura, la escena del imaginario colectivo del escritor en su estudio que invoca a las musas sacrificando peces de hielo en un vaso de whisky fuese la realidad. Por desgracia, en Cantabria estaba la cosa chunga: acceder a dicha carrera significaba marcharse. Y, con un hermano pequeño y los señores papá y mamá disparándose desde las trincheras del juzgado, el mensajero se tenía que entretener en tierra de nadie. La interpretación de la Historia, a diferencia de la de los textos literarios, requiere de otro tipo de ritual. Las musas están muy bien… hasta cierto punto. Pero el alcohol solo construye relatos dignos de novelistas históricos cuyo mayor rigor es la polémica.

Cerca del segundo año me enamoré del café. Éramos viejos conocidos de mi etapa deportista. Lo combinaba con té verde para acelerar el metabolismo, y al final sudaba al nivel de necesitar una pastilla de sal. Desde entonces, fue un toma y daca. Pero la Historia necesita de muchos tomas, y pocas dacas. De tiempo. La hostia que me llevé el segundo curso fue monumental. Cualquier día la escuchan los lectores de mis novelas, a modo de poltergeist. En septiembre (aún se recuperaba en septiembre) me jugué medio curso. Tres días, cinco exámenes. ¿Me podéis explicar que clase de ser superior es capaz de semejante hazaña? Si mis neuronas apenas daban para subrayar sin tachar palabras. Las aprobé, y no gracias a ellas. El estimulante llamado cafeína me llevó más allá de mis límites. ¿Quién quiere emborracharse cuando, ahorrándose unos dineros, puede terminar la noche entre sudores fríos y taquicardias mientras maldice el insomnio? Camarero, largo y con leche.

Mi dinámica de trabajo nació durante esos años. Para escribir hay que leer de todo y en abundancia, placer que también apuñalaba la carrera; hay que acumular experiencias, no juzgar el pasado y ser capaz de moldearlo; y hay que tener olfato. Catar a la gente. Encasillarla… pero no demasiado. Ahí el café sustenta el oficio. Si el problema es madrugar, taza y media. ¿Te quedas dormido? Uno concentrado y le ganas dos horas al colchón. Lo importante es picar líneas y, más adelante, corregirlas. Quizá ahí una copa no venga mal. Desinhibe, dignifica textos. Tal vez se deba a mi formación como historiador, pero soy de la opinión de que las musas están muy bien cuando se termina de trabajar.

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