Expresionismo vienés; o la complejidad de una mentira
Por Rubén Téllez.
A un hombre que cruza por un puente de madera podrida en su desesperada búsqueda de un amuleto que, lejos de representar la bondad y la belleza en su estado más puro, es la materialización de toda la corrupción, la vileza y la maldad humana, eso es lo que filma con expresionista mano maestra Carol Reed en El tercer hombre, cinta con la que se alzó con el Premio a Mejor Película —entonces no se llamaba Palma de Oro— en el Festival de Cannes de 1949.
Después de que su amigo Harry Lime (Orson Welles) le consiga un trabajo en Viena, Holly Martins (Joseph Cotten), un escritor de mediocres novelas del oeste, se presenta en la ciudad dispuesto a cambiar de vida. Así, cuando, nada más llegar, se entere de que su amigo ha muerto arrollado por un camión de forma tan extraña como repentina, se embarcará en una investigación en la que tratará de esclarecer las verdaderas causas de su fallecimiento y, en el proceso, iniciará un descenso a los infiernos de pobreza y destrucción que asolan la capital austriaca.
“¿Un vagabundo anónimo? ¿Un magnate? Un enigma, mejor, / con un pasado bien oculto: y cuando la verdad, / la verdad sobre nuestra dicha emerge, advertimos / cuánto debe al chantaje y el flirteo. / Le sigue lo de siempre. Todo se ajusta al plan: / la lucha entre el sentido común, que vive allí, / y la intuición, ese amateur exasperante / que siempre se presenta por azar antes de que lleguemos. / Todo se ajusta al plan, las mentiras y las confesiones, / hasta la emocionante persecución final, el homicidio”, estos versos de Auden describen a la perfección tanto el ambiente como el argumento, ambos malsanos y lúgubres, de la cinta dirigida por Carol Reed.
Y es que detrás su fachada de cine negro, El tercer hombre esconde un verdadero estudio de la condición humana. La idea no es tanto hacer que el espectador se identifique con el protagonista, sino que sea él; que sienta el frío de la incertidumbre, el ardor de la duda, el constante golpeo de la obsesión por alcanzar la verdad; que termine con los pies llenos de callos y desamor; que, en su búsqueda de la luz, encuentre una pequeña vela que anuncie más oscuridad. El director, a través de la mimetización espectador-protagonista, obliga al primero a aceptar los dilemas morales del segundo como propios, le insta a preguntarse qué haría él si estuviese en una encrucijada de tan truculenta resolución y, de paso, le hace vivir en carne propia el horror de una posguerra en la que la inanición y la nieve son las principales causas de muerte.
Carol Reed sitúa a un lado de la balanza la eterna amistad que hay entre dos amigos y al otro, las oscuras tretas perpetradas por un hombre que duerme sobre un colchón de dinero y sangre infantil. Es deber del espectador decidir qué término desequilibra su estructura vital, sobre qué lado de la balanza se decanta, si es que es capaz de decantarse realmente por uno en concreto. Porque en El tercer hombre no hay maniqueísmos, sólo ideas complejas, situaciones reales y sentimientos a flor de piel convertidos en imágenes absorbentes. Dicha veracidad también está implícita en unos personajes que actúan de la forma más fieramente humana posible, que diría Blas de Otero.
La puesta en escena, de un expresionismo radical, propone algunas de las escenas más impactantes, visualmente hablando, de la Historia del cine. Profundamente hermosos y sombríamente desalentadores, cada uno de los planos eleva la tensión inherente del argumento y la potencia aún más, obteniendo como resultado una cinta cuyo atractivo crece al mismo tiempo que su capacidad para inquietar. Mención especial para los actores, que ofrecen unas interpretaciones modélicas que no hacen sino terminar de redondear una cinta sencilla y llanamente perfecta.
Mendigo o magnate, escritor o policía, amigo o delincuente; todas preguntas planteadas en la historia de ese hombre que cruza un puente de madera podrida en su desesperada búsqueda de un amuleto que, lejos de representar la belleza y la bondad, es la materialización de la corrupción, la vileza y la maldad humana.