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“Subsuelo”, de Marcelo Luján: soterrada violencia sexual en una familia

Horacio Otheguy Riveira.

Un paisaje de verano ligeramente suave, o tiernamente acogedor cuando no seductor, que de todo hay en las seis pantorrillas que se mueven en el agua de la piscina en una casa en las afueras. Hermanos y amigos, o mejor, hijos de amigos… Así, al comenzar la acción. Una acción que será envolvente, incestuosa, con una cadencia erótica permanente que se va a las manos, la boca, el bikini de colores y una silla de ruedas… con una naturalidad pasmosa, alrededor de un accidente capaz de generar largos, sinuosos ecos, en las vidas de los portadores de las pantorrillas en una cristalina piscina.

Una situación que desprende toda clase de curvas mientras dos adolescentes se sienten prisioneros de sus pasiones: en Eva, la culpa por haberse dejado seducir por un muchacho mayor para conducir el coche en la noche, conducir sin carné, aún menor de edad; en Fabián, su hermano mellizo, que lo graba todo y le servirá como arma idónea para un excitante chantaje.

Tal el centro de un texto dinámico con vocación cinematográfica, ya que cuanto se relata tiene un ritmo ascendente e hipnótico que hace difícil detener la lectura para volver luego. Queremos seguir todas las pistas que el vaivén de las palabras cuenta o sugiere. Estamos allí, entre protagonistas y personajes secundarios, que de pronto alcanzan protagonismo inesperado; todos, a su manera, multipresentes, ojos y oídos, gran jurado de una serie de encuentros y desencuentros de profundo logro semántico, a través de peculiares combinaciones en la estructura narrativa.

El lenguaje con que se distribuye la compleja sucesión de pensamientos y hechos resulta clave. De ese modo, una historia con atributos de lineal novela negra consolida un estilo circular como si hubiese sido escrita bajo la temperatura ambiente del Bolero de Ravel, con el fin de que en todo momento Fabián adore y desprecie, a partes iguales, el cuerpo de su hermana Eva y se sirva de él con infinito placer, hasta que el morboso subsuelo en que se expande su deseo estalle de manera imprevista, para ellos y para nosotros, lectores que nos creíamos atrapados para siempre.

«—A cenar, chicos.

No sabe por qué, pero en el fondo le alegra ese acercamiento. Eva es Evita y Evita es un poco ella, antes de que todo cambie para siempre, antes de que todo cambie para siempre, antes de la tormenta y del cross a la mandíbula. Sí, piensa Mabel, se me parece tanto a esa edad que a veces tengo que bajar la vista porque luego me sueño. Porque se parecen y porque nadie nunca puede olvidar los dieciséis. Por eso. Todavía le cuesta creer a Mabel que sus mellizos vayan dejando de ser unos críos. Todavía le cuesta entenderlo, dejarlos solos, darles intimidad. Que se duchen con la puerta cerrada, que se vistan a escondidas, que sus habitaciones sean prácticamente un territorio infranqueable para ella. Y luego verla a Eva en bikini -sobre todo este verano-, verla sin que ella se dé cuenta, verla andar desde atrás, verle las caderas y el pecho y el modo en que se cruza las piernas. Hace ya tres o cuatro años que no la ve completamente desnuda. Ni a ella ni a Fabián, por supuesto. Fabián tiene los ojos de su padre, pero no la mirada. No sabe Mabel de dónde viene esa mirada de su hijo».

«Nos ha visto, joder. Entonces, durante un instante sólo piensa en eso. Después mueve el cursor y hace doble clic y la pantalla se llena de blanco, de piel, y de contornos. Ve dos de sus dedos tirando del blanco. El blanco es el color de unas bragas y todo lo demás es pubis y algunos pelos y el comienzo apretado de una vagina. La siguiente foto es igual, tal vez peor encuadrada, aunque aparece su otra mano: Fabián sólo ve la yema de su dedo corazón como siguiendo la línea que traza el centro de esa vagina joven que él tanto conoce. Y sin dejar de ver, como si no fuera él quien la gobierna, su mano hurga, de pronto, en el bañador: se mete hasta que el elástico queda ajustado a la muñeca. Hace, por supuesto, dos o tres movimientos y el portátil se va de lado. Y aun con el portátil medio de lado, Fabián sigue observando la foto, el dedo, la línea, la piel clara y la piel menos clara y la piel rosa. Ahora sólo fija la vista en el rosa que brilla como brillan todos los colores cuando están mojados. Su mano se detiene. Su mano sale del bañador. Ahora Fabián huele la punta de esos dedos. Ahora vuelve a recordar Nos ha visto, joder».

Al mejor estilo de novela negra, tras un apacible lugar de vacaciones suceden perversas situaciones rumbo a una destrucción total.

 

Quién pudiera advertir el futuro. Para ahorrárselo. Para desviarlo. Para regatearlo. Para que no ocurran nunca las cosas que nadie quiere que ocurran nunca.

 

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