«El año de la grava», de Jota Santatecla
Por Marina Casado.
El mundo es “una caricia de orfandad” para el niño que se marcha, que debe abandonar su cuerpo de niño e internarse en el mundo de los adultos, donde solo puede reencontrarse con ese cuerpo antiguo en los rincones de la memoria. En El año de la grava (Valparaíso, 2021), la voz poética de Jota Santatecla explora esos rincones y construye, a partir de ellos, una obra a caballo entre la poesía y un guion cinematográfico, combinando sus dos grandes pasiones. Santatecla trabaja como realizador y guionista, y este es su segundo poemario. En el primero, Niño mudo, ya estableció la búsqueda de la identidad y el regreso a la infancia como ejes temáticos, algo que se repetirá con una mayor madurez estilística en éste.
El año de la grava se inicia con una “Introducción” previa a las cuatro secuencias: “Una corriente anuncia / la vuelta de las horas”. Y comienza la película poética, dividida en cuatro secuencias que siguen un orden cronológico inverso: desde la edad adulta, pasando por la metamorfosis, hasta llegar al renacuajo y, finalmente, al embrión. La voz se identifica con un anfibio por su capacidad para ir modificando el cuerpo, para convertirse casi en una criatura distinta y, sin embargo, no cambiar su esencia.
Hay un choque de claqueta que interna al lector o espectador en un escenario frío, plagado de niebla, silencioso, igual que una ciénaga en invierno. El pantano está siempre presente como telón de fondo. Pareciera que el poeta director ha instalado una cámara en un rincón de su mente, aquel que corresponde a la infancia perdida, y todos los movimientos y acciones se sucedieran borrosos, a cámara lenta, contemplados desde la distancia, como solo es posible contemplar el pasado. El personaje del niño adulto, del niño sapo, se encuentra solo en ese escenario en torno al que se sitúan los demás, aunque a menudo lo acompañan voces, fantasmas, sueños. Como explica Francisco José Sánchez, autor del acertado prólogo de la obra, “una cámara sigue en plano secuencia al personaje principal, para dar paso a su caracterización a través de las diferentes fases”.
Dicho personaje es “un niño sin edad”, un niño fantasmagórico que permanece vivo, moviéndose y soñando en esos escenarios oníricos donde nos ha transportado el poeta, que no se rigen por la razón, porque pertenecen a un mundo inexistente, cuajado de imágenes surrealistas construidas a partir del recuerdo y de la añoranza. Este surrealismo se acentúa en determinados intervalos, a modo de prosas poéticas, que sitúan al lector en interiores y exteriores. La búsqueda de la propia identidad se agudiza en estas prosas: “Quizá recuerde algo si el agua revela cómo es mi cara”, reflexiona la voz poética junto al pantano.
Existen determinados elementos que se repiten a lo largo de la obra. El fundamental, del que todos los demás parten, es el tiempo, el reloj, que marca a cada criatura desde su nacimiento: “Los relojes murmuran / la bienvenida del recién nacido”. Modifica el rostro, le añade arrugas o lo borra. A la voz poética le preocupa perder su propio rostro, dejar de reconocerse. Los elementos del espejo y del retrato derivan de esta preocupación: se habla de “la angustia de los retratos”, de “negar la apariencia de los espejos”, de “la lejanía de los espejos”…
El nombre, como elemento de identidad, es otro de los símbolos más frecuentes. Nombres que envejecen, que se borran, que brillan… “Huellas que buscan nombres / en otros nombres que no son los propios”. Al comienzo de la obra, el niño “Avanza en esta oscuridad inmóvil / hacia el nombre, cortina de luciérnagas”. “Existe un lugar que define el secreto de los nombres”, escribe el poeta. Ese lugar es, probablemente, la infancia, y a ella pertenece un nombre ya abandonado, diferente al actual: “El nombre que nunca uso, / voz aguda, cristalina”. Todas estas imágenes giran en torno a la identidad, a ese niño fantasmagórico que llora junto al estanque y se pregunta por quién pronunciará su nombre, porque al final solo existen las cosas y los seres que se nombran. Olvidar ese nombre de la infancia es no recordarla.
Y la memoria resulta fundamental en la obra. Una memoria que es “suciedad en los cristales”, el recuerdo del abuelo muerto, quien contribuye a construir, también, la identidad de la voz poética. “El hilo de la memoria se filtra / por la grieta que crece / en todos los árboles, reviste la niñez”. En este “año de la grava” desde el que escribe el poeta, los árboles se erigen como portales a la memoria, al recuerdo de la infancia. Por eso, hay una búsqueda acentuada al final de la obra, especialmente en el poema “Todos buscan el árbol”, donde la tierra se opone a él, porque la tierra permanece aferrada al suelo, a la realidad, y el árbol se eleva hacia el cielo, pero, a la vez, tiene raíces, tiene herencia. El yo lírico lo “inventa” en el último poema.
El poeta va trazando, a lo largo del libro, una suerte de universo lírico independiente, misterioso, envuelto en neblina, en el que va formando su identidad a través de imágenes enigmáticas, símbolos y originales metáforas, como “la Juventud / tiene los ojos de un ciervo en un salón vacío”. De nuevo, la soledad que define a la voz poética en la búsqueda de su identidad, porque “el bullicio se parece a la ausencia”, y esta voz es capaz de escuchar el canto de un gorrión en mitad de una capital frenética, el canto que deshoja la grava. La memoria siempre se despliega en el contacto con la naturaleza. Al final, la vida que permanece es “como antes, como antes las fotografías”. Y todo “queda por descubrir”.
En conclusión, nos hallamos ante una obra honda y simbólica, merecedora de más de una lectura, pues surgen variadas y ricas interpretaciones. Una obra también muy visual, muy plástica, gracias a esa vocación cinematográfica que posee. En El año de la grava, terminamos preguntándonos si no será más real ese mundo onírico del pantano que la propia realidad, preguntándonos dónde se halla la niebla. Porque, como escribe el poeta, “ser adulto / es habitar un lugar impreciso”.
J. Santatecla
El año de la grava
Valparaíso, 2021.