Crónica de un amor efímero (2022), de Emmanuel Mouret – Crítica
Por Rubén Téllez.
El amor en fuga; o la contradictoria idea de no volver a verte.
La contradictoria, antinatural e incluso inverosímil picadura de una abeja que, en vez de abrir una herida en la piel de su víctima, la cubre con un velo de miel y fuego que le da consistencia, que la protege de las amenazas externas que la acechan, que le otorga un aroma a ensoñación y deseo, eso es lo que filma con pulcritud y elegancia Emmanuel Mouret en Crónica de un amor efímero, cinta que se proyectó en la pasada edición del Festival de Cannes y gracias a la cual Vincent Macaigne obtuvo una nominación al mejor actor en los Premios César de este año.
Simon (Macaigne) es un ginecólogo casado y con un hijo que una noche, casi por casualidad, conoce a Charlotte (Sandrine Kiberlain), una mujer divorciada y con tres vástagos —dos de ellos ya independizados— con la que acuerda mantener una relación estrictamente sexual que no se vea condicionada por los sentimientos en general ni por el romanticismo, los celos, los planes de futuro y la incertidumbre por la fecha de caducidad en particular. Una relación en la que la calma y la claridad de la razón primen por encima del caos y el desorden de los sentimientos. En un primer momento, las visitas a museos y librerías, los paseos por los parques más limpios y bellos de París y los saltos a la cama llenos de euforia y pasión copan sus encuentros, pero a medida que el tiempo pasa, la frecuencia, duración e intensidad de sus citas aumenta, desembocando en escapadas al campo que duran días enteros, en el alquiler de habitaciones de hotel en las que sudan las sábanas a conciencia, en el intercambio de intimidades, miedos y dolores, en el inevitable enamoramiento final y los problemas que acarrea.
Escribió Neruda; “Áspero amor, violeta coronada de espinas, / matorral entre tantas pasiones erizado,/ lanza de los dolores, corola de la cólera, / por qué caminos y cómo te dirigiste a mi alma?/ Por qué precipitaste tu fuego doloroso, / de pronto, entre las hojas frías de mi camino? / Quién te enseñó los pasos que hasta mí te llevaron? / Qué flor, qué piedra, qué humo mostraron mi morada? / Lo cierto es que tembló la noche pavorosa, / el alba llenó todas las copas con su vino / y el sol estableció su presencia celeste, / mientras el cruel amor me cercaba sin tregua / hasta que lacerándome con espadas y espinas / abrió en mi corazón un camino quemante”. Estos versos del poeta chileno encapsulan a la perfección la desazón que sienten los protagonistas de Crónica de un amor efímero. Y es que la cinta de Mouret retrata precisamente eso, la angustia encapsulada en silencio que provoca el amor cuando las personas que lo sienten no están sincronizadas, cuando sus palabras no describen sus emociones ni sus ansias de forma simétrica.
La idea del director es dejar que sus personajes distraigan los oídos del espectador con su verborrea sobre el amor, el sexo, la fidelidad y la felicidad, para que sean sus acciones las que real y sinceramente hablen por ellos, las que representen con veracidad sus emociones. Así, mientras los protagonistas intentan justificar ante el respetable que no son una pareja normal porque supuestamente no hay ni promesas de futuro ni una exclusividad sexual que les una, la cámara les filma pasando un fin de semana en el campo, comiendo y bebiendo sobre una hierba tan fresca como su pasión, confesándose secretos y traumas del pasado, besándose entre los brazos de la naturaleza.
Se podría decir que Mouret, que actúa como un antropólogo que busca comprender los engranajes que hacen funcionar a las personas y sus relaciones sentimentales, termina descubriendo que la razón no puede aplacar a la emoción, que por mucho que los implicados levanten muros de cristal para evitar que sus sentimientos les asalten, las olas de fuego del amor siempre terminarán devorándoles. Aquí los acuerdos verbales se rompen con mayor facilidad que los matrimonios, las distancias no alivian el escozor del rechazo y el tiempo no coloca cada cosa en su lugar. Lo efímero se puede desvelar como eterno con la misma velocidad que la pasión se hunde en la rutina. En pocas palabras, el caos es la única certeza, porque en el amor, como diría el más cursi de los escritores brasileños, no hay reglas. El hecho de que las respectivas familias de los protagonistas no aparezcan nunca en escena no es sino la metáfora visual que sintetiza la tesis del director con respecto al tema de estudio: el ser humano convive con la imposibilidad de conjugar el verbo amar si hay más de un sujeto en la frase.
La puesta en escena bebe mucho del Woody Allen de Annie Hall y Manhattan; la cámara sigue en medidos planos secuencia los movimientos de los personajes y, al mismo tiempo que se deja embriagar por la belleza de los escenarios cotidianos en los que sucede la acción, transmite sus emociones con sinceridad. Sobra decir que las interpretaciones de Vincent Macaigne y Sandrine Kiberlain rozan el sobresaliente.
Para el final queda la sensación de haber visto algo tan contradictorio, antinatural e inverosímil como la picadura de una abeja que, lejos de abrir una herida en la piel de su víctima, la cubre con un velo de miel y fuego, le otorga un aroma a ensoñación y deseo, abre en su corazón un camino quemante.
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