Premios SM con nuevas aventuras: entre la magia del circo y un verano con lobos
Por Horacio Otheguy Riveira.
Mónica Rodríguez ha ganado el Premio SM El Barco de Vapor 2023 por Más valiente que Napoleón, una obra sobre el mayor espectáculo del mundo “que se lee con la tensión con la que una funambulista recorre la cuerda floja”.
Patricia García-Rojo ha obtenido el Premio SM Gran Angular 2023 con El verano en que llegaron los lobos, una obra de mirada poética que “propicia una interesante reflexión sobre las diferencias y los prejuicios, un artefacto narrativo que combina fantasía, amor y misterio”.
Nicoletta lleva una vida apacible con su tío Laurentius, hasta que descubre que su tío es un soñador que cruza precipicios de un lado al otro del alambre. Así, Nicoletta se adentrará en el apasionante mundo del circo y conocerá a la gran funambulista Maria Spellerini, una valiente que hizo historia a finales del siglo XIX.
«Nadie podía sospechar que, bajo ese aspecto pesado y sudoroso, el señor Laurentius W. A. hubiese sido un equi librista, un funámbulo. Un caminador del aire. Y, sin embargo, ese y no otro había sido su oficio durante años. Cierto es que llevaba mucho tiempo, demasiado, sin subirse a una cuerda floja y que su barriga había crecido, sus músculos se habían aflojado y su ropa y utensilios de volatinero habían sido relegados a un rincón oscuro de la casa. Pero Laurentius W. A. seguía soñando que cruzaba precipicios de un lado a otro del alambre. Que atravesaba el aire sobre la cuerda, con la pértiga entre las manos, a cientos de metros de altura.
Sobre la ciudad de Nueva York.
Sobre el río Nevá, allá en San Petersburgo.
Sobre el puerto de Saint Aubin, en la isla de Jersey.
Sobre las cataratas del… Y aquí, el señor Laurentius W. A. sentía un escalofrío, una desazón tan grande que se levantaba como un resorte. Sudaba y su corazón era un martillo loco. Así pues, el señor Laurentius W. A. trataba de olvidar, fuera como fuera, aquel viejo oficio y el estruendo del agua de las cataratas del Niágara. No, no pronunciemos ese nombre, «Niágara», si no queremos ver empalidecer al señor W. A.
–¡Tío Lau, tío Lau, mira qué hago!
Los gritos de la pequeña Nicoletta volvieron a acelerar el corazón del pobre Laurentius. Arrastrando las zapatillas, como para asegurarse de que estaba bien amarrado al suelo, y aún en camisón y con gorro de dormir, se asomó a la ventana.
–¡Diablo de niña! ¿Pero qué haces? ¿¡Quieres bajarte de ahí ahora mismo!? ¿Quieres matarme de un disgusto? ¡Cuántas veces te he dicho que no te cuelgues boca abajo de Barnaby James! ¿Me has oído? ¿Me has oído, pequeña desobediente?
Nicoletta no sabía por qué a aquel árbol su tío lo llamaba Barnaby James. Pero así se refería siempre a aquel viejo olmo, que tenía una talla de quitar el aliento, alto y ancho como un gigante de circo. Nicoletta se columpiaba cabeza abajo de una de sus ramas, riéndose. Estaba completamente colorada y su pelo, rojo y rizado, se disparaba hacia abajo, revuelto.
–¡Pero si es muy divertido, tío Lau! Podría descolgar me y saltar de una rama a otra como un mono.
–¡Si te crees un mono, te encerraré en una jaula!
No cabía duda de que aquella sobrina suya había he redado la audacia y la habilidad de los antepasados equilibristas, de los que Laurentius guardaba absoluto silencio. Aquella vida ambulante, caminando sobre cables y sogas, se había acabado hacía mucho. Y era mejor así. Esa pobre sobrina suya, huérfana desde bien pequeña, debía crecer con los pies amarrados al suelo lo mismo que raíces.
Pero tío Lau se olvidaba de que también existen raíces aéreas.
Respirando fuerte a causa de su abultada barriga y sin dejar de sudar, el hombre bajó los escalones hasta el jardín.
Nicoletta lo vio llegar del revés. Su tío, en camisón, boca abajo, con su bigote de morsa y sus pantuflas, se acercaba y se alejaba a cada balanceo. También del revés vio aquellas peculiares siluetas que se acercaban por el camino. De la sorpresa, se precipitó de cabeza.
–¡Aaah!
Caía muy rápido, atraída por la inevitable gravedad, enemiga de acróbatas, funámbulos, trapecistas, gatos y niñas temerarias. Sin embargo, a Nicoletta le dio tiempo a pensar muchas cosas. […]
Es difícil encajar en un pueblo de pájaros cuando eres un ciervo. El verano que vi luces en la isla esperaba que mi padre aceptase que quería irme del pueblo; esperaba que Samuel bajase a la playa; esperaba que Alicia y Clara me viesen tal y como era, y no como querían que fuera; esperaba encajar de alguna manera, aunque fuese para despedirme.
«Mi abuelo era una bandada de gorriones y, cuando empeoró la guerra, voló. Mi abuela era una bandada de herrerillos y, cuando los años y la memoria se perdieron, voló también.
En mi pueblo no tenemos cementerio porque todos vuelan antes de morir. Pero Tomás no.
La noche que vi luces en la isla, Tomás murió y dejó un cuerpo. Él, que era un corzo, no pudo huir.
A veces las cosas no suceden cuando quieres ni como quieres. A veces pasas años esperando y el deseo se convierte en una especie de cárcel.
El verano que vi luces en la isla, yo esperaba muchas cosas. Esperaba, por ejemplo, que me hubiesen aceptado en la universidad. Y eso significaba acudir todos los martes al colmado para ver llegar al cartero, como hacían otras chicas del pueblo.
Me daba vergüenza. No quería que el resto de vecinos pensase que yo también estaba colada por Mario. Sí, el nuevo cartero era guapo y moreno. Y tenía ese aire irresistible de galán que veíamos en el cine de verano del pueblo de al lado, que era más grande que el nuestro, pero a mí me parecía un presumido.
Mario venía con su motocicleta roja, puntual cada martes, anunciándose como un ángel redentor. Se engolaba en cuanto giraba la esquina de la plaza y en eso se notaba que era una bandada de jilgueros.
A mí no me interesaba Mario, me interesaban sus cartas. Y la mía nunca llegaba.
Aquel verano también esperaba otras cosas. Algunas grandes y otras pequeñas. Esperaba que mi padre aceptase que quería irme del pueblo; esperaba que Samuel bajase a la playa por la tarde y encendiese la radio para escuchar la radionovela que estaba de moda; esperaba que Alicia y Clara me viesen tal y como era, y no como querían que fuera; esperaba encajar de alguna manera, aunque fuese para despedirme… Pero es difícil encajar en un pueblo de pájaros.
Es difícil encajar cuando eres un ciervo.
Ana. Me llamo Ana.
Mi padre, Berto, y mi madre, Rena.
Vivimos junto al acantilado. Las ventanas de mi cuarto dan al mar y a la isla. Puedo ver la pequeña isla de Tomás desde la cama. Su pared escarpada, las rocas que la rodean… y luego el verde, el verde profundo del bosque que la habita. Por las tardes, cuando cambia la marea, puedo ver la cala que hay bajo el pueblo y escu char el ruido de la risa de los pocos bañistas.
Mi padre es hijo de gaviotas, por eso él también puede convertirse en cuatro gaviotas fuertes y emprender el vuelo hasta su barca. Siempre cuenta historias de mis abuelos paternos, de cómo se conocieron en pleno vuelo, de cómo anidaron en el pueblo, de cómo construyeron la torre de nuestra casa, de cómo al principio no teníamos puerta porque nadie la utilizaba.
Yo no llegué a conocerlos y ya quedan pocas casas en el pueblo sin puerta. La mayoría de los vecinos viven más tiempo como hu manos que como pájaros.
Mi madre es hija de gorriones y herrerillos. Mis abuelos mater nos eran dos bandadas. Mi abuelo voló para siempre antes de que yo naciera, pero recuerdo cómo me hacía reír de pequeña el vuelo de herrerillos de mi abuela, cuando se enredaban entre mi pelo y me picoteaban con cariño las orejas.
Como mi abuelo, mi madre es una bandada de gorriones. Treinta y seis gorriones molineros de mejillas blancas. Cuando trabaja en el huerto y algo la asusta, se transforma en pájaros como una niña, como si aún no supiese controlarlo. Pero ella es un poco así: justifica cualquier falta desde la ternura y su deseo de bondad tiene más fuerza que ella.
–No ha sido para tanto, Ana –suele decir, limpiándose las manos en la falda–. Son adolescentes, no se lo tengas en cuenta.
Resulta fácil decir cosas así cuando eres un pájaro. Pero yo nací ciervo. […]