«La lengua de mi madre», de Miguel Veyrat
LA PALABRA A RECORDAR. Por María José Muñoz Spínola.
Para hablar profundamente hay que vivir accidentes vitales y venir al mundo es el primero de ellos. Venimos de la luz y nacemos a la oscuridad: «limes de hueso y de sangre / que disparan el inicio / de tus terrenas evoluciones» (p. 57). Vivir es un proceso de conocimiento para alcanzar la iluminación y la vida, «Impensable espacio donde transhumanar no se puede» (p. 23), es un paisaje prestado dantesco en el que lo oculto ha de ser revelado mientras lo invisible nos acompaña. Separado del «amor que trasponía dos almas en una» (p. 37) en La lengua de mi madre (Ed. Lastura, 2022), Miguel Veyrat (Valencia, 1938), sostenido en el temblor de la incertidumbre vuelve ante las puertas del olvido a la espera del alumbramiento del sentido invisible de la palabra: el silencio del Verbo.
El «Hilo que se deshila en el no lugar» (p.23) es la línea tangente entre la luz de la consciencia y la más clara de sus manifestaciones, la sombra terrena. “Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, bien sujetas en su sitio entre el dintel superior y un umbral de piedra; se elevan hasta los cielos” (1). Allí donde «Entre las dos eternidades donde se estrellan los poetas» (p. 94), la diosa a desvelar del poema de Parménides entreabre las puertas y recibe al poeta: “no ha sido hado funesto el que te ha hecho recorrer este camino, tan alejado del transitado sendero de los hombres” (1).
Opus Magnum, alquímico y círculo hermenéutico, en su dialéctica reflexiva de sugerencias conceptuales, vibrantes e inteligentes, Veyrat despliega poema a poema su maestría en los elementos a transformar «a la luz inversa» (p. 92) —oro y eternidad—, mientras al avanzar el discurso recoge a origen toda la interpretación de lo que se ha visto o creído ver, porque La lengua de mi madre es el asentamiento, ocupación y necesidad de conquista del lenguaje sobre “las creencias basadas en apariencias que son verosímiles mientras recorren todo lo que es” (1): «Cerrar los ojos y aceptar lo visto no es más que una fracción / de creencia que alienta trascendencia» (p. 81). El poeta, sabedor de que solo en oscuridad se recuerda lo que se lleva en la memoria dormida, invoca en espacio de conciencia al silencio divino a la espera de la manifestación del sentido de la palabra que desvele la Verdad: «¿dónde el significado exacto para el Amor del otro? (…) solo Amor sabe que amar jamás deriva de emitir la nota exacta sino en su Entonación al salvar lo obscuro en ardido salto a la corriente que riega el útero oceánico de Pangea flameando sobre su piel» (p. 93).
«Es esa línea ella es esa seda será» (p. 23) entre la luz inaudita de lo Absoluto en el útero universal y la opacidad de nuestra mirada donde transcurre el instante en que se unen la vida y la muerte en vida, memoria «en el tiempo detenido» (p. 64) de la que, como el Iatromantis, se ha de regresar. Perdida hoy la sabiduría del silbido que abre la escucha en el sueño a la lengua de la madre, «Acaso el único verso que escribió» (p. 11), el autor, al involucrar al sentido en el trabajo juanramoniano de la palabra y en la palabra consigue el efecto musical, mise en abyme, entre el fondo y su reflejo —«Sobre tu espejo / de aquella hoja iluminada» (p. 12)—, y sostiene el límite hacia el que tiende la reflexión para ver sin mirar con un juego tensional metafórico en toda la obra con la profundidad vital del hermetismo crepuscular. En La lengua de mi madre se suspende el mundo más allá de la existencia del texto en el mundo al llevar al límite el lenguaje para permitir la transfiguración de las palabras y construir un sentido más allá de descifrar el código conocido.
El iniciado en la hermenéutica circular, presente ya en la filología helenística y recuperada por Heidegger y Gadamer, al leer se encontrará frente al instante luminoso donde la naturaleza resuelve colocar sus propios límites, la “Ora violeta” (p. 95), donde el silencio se apodera del indeciso sentido que lucha contra el tiempo y el espacio y en el que el lector activo vislumbrará el «Regressus ad uterum» (p. 62) para exiliar del olvido la palabra a recordar: la música del Silencio.
Miguel Veyrat en La lengua de mi madre «resuelve la fuga desde los úteros / celestes y se consagra / divino solista de lo que no muere» (p. 56): el Amor y la palabra.
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(1) Peter kingsley. Realidad. Ed. Atalanta, 2004. (p. 26, «Poema de Parménides»).
La lengua de mi madre
Miguel Veyrat
Lastura, 2023
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