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El día de todo

Ayer, con motivo del Día del Libro, participé en dos eventos de corte evidentemente literario. Nada que no hiciesen multitud de escritores y editores, libreros…, especialmente aquellos de comunidades que, por razón o destino, hoy, al ser domingo, no disponen de carta blanca para vender.

En mi caso, al menos en lo referido al evento matutino, una Feria del Libro en Solares, Cantabria, fue una suerte. Hoy hace un día de perros y chubasquero y ayer el sol le estrangulaba a uno con sus dedos de luz y calor. La suerte no se mantuvo al atardecer, que firmé en El Corte Inglés de Nueva Montaña, dos horas con la bandera de Cabárceno a la solana mientras lanzaba miradas cautivadoras (si es que un hombre de mi edad aún puede hacer eso, más hoy en día) a los transeúntes. ¡Estoy aquí, comprad mi libro, regalo imanes!

La verdad es que para todos esos lectores, o lectoras, o simplemente curiosos que nunca han vivido esto desde dentro, es difícil expresar lo que se siente. Los autores tendemos a sobredimensionar los agradecimientos en las redes sociales tras una presentación o firmar, dando a entender (deliberadamente) que un tsunami de cabezas vociferantes y brazos sudorosos estuvo a punto de robarnos hasta la última gota de tinta de los bolígrafos. En la mayoría de los casos, esto no es así.

Una presentación, o firma, o lo que sea, en promedio, apenas reúne a una decena de personas salvo que seas una estrella de PRH o Planeta, o bien sea uno de los primeros eventos en un lugar donde eres conocido. Puedes engañar a compañeros del trabajo de otra ciudad y usarlo como trampolín para tomar algo y recordar viejos tiempos. Pero el número de nuevos lectores, de gente que se interesa por ti previa nada, es, cuando menos, escueto. Y cada una de esas personas debe ser cuidada como un tesoro.

El Día del Libro las tornas cambian ligeramente. Volvamos a ayer, que a efectos prácticos tomamos la concesión en Cantabria. La Feria de Solares tuvo lugar en el mismo espacio donde recientemente se celebró la Feria de Abril. Hace años que no voy, pero tener un hermano menor viviendo los que probablemente sean los mejores años de su vida (espero que no, pero es una época de añoranza reincidente) me permitió estar al tanto gracias a las redes sociales.

No cabía ni un alma más.

Pese a la proximidad de las elecciones, daba igual izquierda o derecha. Chicos fumando en círculos con un cubata en la mano, chicas bailando reggaetón, dandees de canopier mal calado tirando los tejos a todo lo que tiene piernas y una red de bares y supermercados con las cajas registradoras echando humo.

Amantes de la cultura como sois, entenderéis que ayer el panorama fue, en comparación, desolador. Tres stands, dos de librerías y un tercero de una editorial local, un perímetro central para la cafetera y un espacio reservado para conferencias salpicado de sillas. Mi editor y yo anduvimos por allí casi una hora antes para revisar los ejemplares, elevar el estandarte de Cabárceno y charlar con la organización. Un diez para ellos.

Poco a poco la gente se fue acercando, y he aquí la magia de los libros. Sin alcanzar las cotas de la gota, había encerrado tras cada par de ojos un lector, ávido de escuchar, anhelante de una invitación que disparase su imaginación hacia lo desconocido. El grupo que se congregó, apoltronado en las sillitas de madera, resultó de un variopinto a más no poder. Pese a ello daba igual la edad o la ropa, existía un denominador común: el amor por esa lectura, la invitación ya descrita.

En los aledaños del pabellón, con techo pero de flancos a la intemperie, más oyentes acechaban sin reunir el valor o el interés necesario como para tomar una silla y decir: ¡No me moverán! Pero mi voz, amplificada por el micrófono, también les alcanzaba; mis ojos, nerviosos, que viajaban de rostro en rostro como disculpándose por las tonterías programadas por el Departamento encargado de mi boca, también les buscaban.

Porque el Día del Libro es, en su contradicción, selectivo y abierto. Sacude al grueso que vive del compromiso y deja a los que valen, no, no a los que valen: a los que quieren valer, a los anacrónicos en estos tiempos de Netflix y sofá, a los que se toman la vida despacio a pesar de las rutinas del running. Tal día como hoy o como ayer, un escritor puede sentirse seguro de que quien está es porque quiere y, lo que es más, de que los lectores acudirán a la llamada. No nos engañemos: no es por él, es por el amor a la Literatura.

Cuando, tras comer apresuradamente y conducir hacia El Corte Inglés, Javier, el estupendo responsable del Ámbito Cultural (o así lo tengo entendido) dijo con tono solemne que: «El Día del Libro es el día de todo, porque todo esta en los libros»; dije, pues sí, coñe, tiene razón. Y no seré yo quien se la quite.

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