El bueno, el feo y el malo
El otro día comencé a leer un artículo que machaba a Pérez-Reverte y a Gómez-Jurado. Casuística del destino, no lleva mucho tiempo rondando por la web otro que critica a Brandon Sanderson. Creo que este segundo ejemplo es de los que provocan hemorroides: el multimillonario autor abrió las puertas de su hogar al periodista de marras y este, envalentonado tras la protección que ofrece una pantalla LCD, lo atacó valiéndose de lo personal.
Para quien no lo sepa, Sanderson es mormón. Fue misionero. Y hasta ahí llega: cimentó su carrera literaria trabajando de noche en un hotel para tener tiempo para escribir. Los primeros años no fueron buenos. Pero siguió y siguió y… bueno, yo aún no soy lector de sus obras (más allá del famoso manual), pero al César lo que es del César.
Parece ser que con los dos primeros citados ocurrió algo similar. Ya no es cuestión ni de hablar de su formación periodística (que es cierto, abre muchas puertas en el panorama literario de este país), ni de sus familias, ni de su estilo. Estamos en Semana Santa: juguemos con una parábola.
Retrocedamos a la Edad de Hielo. Como cazadores tenemos la opción de emboscar a un poderoso mamut, gracias a cuya carne podremos alimentar a nuestro clan durante una larga temporada. La alternativa es la caza menor. ¿Qué hacemos? La respuesta es clara y he podido ahorrarme todos los detalles narrativos.
Ahora, saltando de vuelta al presente como Crichton en Rescate en el tiempo, el panorama es similar. Los escritores superventas son los mamuts de la literatura y hay quien cree que enfrentándose a ellos será iluminado por el divino foco mediático con intereses… Bueno, nadie ataca públicamente a un famoso si no espera obtener nada a cambio.
Al menos aquí ha ganado una mención.
La literatura es el terreno de la libertad incondicionada. En el momento en que un editor decide apostar su dinero por una obra, bocas cerradas. Si es el propio autor el que lo hace, ibidem. Los lectores son lo suficientemente inteligentes para gastarse los cuartos como consideren. No son necesarios estos ataques de terrorismo metaliterario.
He leído a Reverte. No mucho, pero lo suficiente para apreciar su prosa. A mi padre le encanta. Y he leído en mayor cantidad a Gómez-Jurado. Son obras entretenidas, que disfruto mucho, de las que más dentro del panorama de best sellers nacionales. Esto no quita que como lector pueda disfrutar de Milan Kundera, de Shirley Jackson, de Salman Rushdie. Diferentes estilos, diferentes sentimientos, diferentes momentos vitales.
Lo importante, a mi parecer, es saber qué nos pide el cerebro en cada momento. ¿Una aventura evasiva, tal vez, para huir de una difícil situación laboral? ¿Una novela de gran profundidad psicológica que nos ayude a interpretar la vorágine que estría nuestro pecho? ¿El diario sexual de un príncipe inglés?
Detrás de todo esto solo quedan las cifras. Si Reverte hace que cada año lean un millón de personas, de ese monto es probable que la mitad no hubieran tocado un libro de otro modo. La Literatura, con mayúscula, gana adeptos. Otro tanto para Gómez-Jurado, para Sanderson, o para el cabeza de turco de marras. Porque si dichos periodistas o articulistas de verdad amasen los libros, su amor cubriría a los lectores, a la imagen de ver a cualquier persona con un libro entre las manos y la mirada atenta surcando veloz ríos de tinta y papel.
Con la competencia brutal que busca clavar sus banderillas en el lomo de las novelas (videojuegos, películas, redes sociales), cualquier fenómeno, por comercial que sea, que acerque el solitario acto de leer a las masas, debería ser bien recibido.