La antiestética del cine español reciente
Por Alejandro Peña.
La industria cultural española lleva unos años anquilosada en una suerte de fango endogámico al que parece complacerle retroalimentar las reglas que lo caracterizan. Tanto en literatura como en cine, una serie de nombres que en algún momento consiguieron erigirse sobre el resto, como si la cultura se tratase de competir por ocupar la mayor atención mediática posible, ahora se reparten las audiencias, los lectores, las nominaciones y los premios de unas instituciones politizadas (en el mal sentido) cuyo único interés es continuar girando la rueda de la monotonía, independientemente del valor de su propuesta estética. Por supuesto, no es casualidad.
Salvando un reducido número de casos contados, en este entorno imperan las manidas reglas del realismo social, así como la ausencia total de experimentación técnica y estilística. En general, una película española que consiga cierta repercusión, difusión en los medios y nominaciones a los premios más importantes puede resumirse en la exposición de una problemática actual de interés a la que se le ha colocado una cámara delante. La forma, por lo tanto, se subordina al contenido a través de su reducción al naturalismo, a “mostrarlo tal y como es”; algo que, en plena era de la posverdad, el subjetivismo y la estética de la recepción, no se sostiene.
El contenido, por su parte, no va mucho más allá de lo planteado en la sinopsis de la película: suele consistir en un desarrollo más o menos superficial de la problemática propuesta, o de una evolución mascada y previsible del personaje protagonista, que se ve venir desde los primeros quince minutos del filme. De esta manera, el interés de su visionado queda en presenciar alguna imagen impactante si se trata de un drama, o en echar un rato de risas si es una comedia.
Por supuesto, y tratando de evitar las malinterpretaciones, el problema no se trata de la naturaleza social o política que pueda tener la película. En realidad, todo el cine es social y político en tanto que se pueden extraer rasgos sociológicos e ideológicos de su análisis, ya sea de forma directa o indirecta, a través de los cuales se hace posible apreciar la descripción o el reflejo de uno o varios estratos sociales concretos. Dado su carácter de signo, al igual que cualquier otro lenguaje artístico, el cine posee una serie de connotaciones que transmiten un mensaje, un conjunto de ideas, intencionales o no, que no es posible pasar por alto.
El problema viene cuando el cine, que es el arte de crear belleza a través de las imágenes en movimiento, prescinde de sus medios estéticos para transmitir deliberadamente un mensaje concreto: a eso mismo podríamos, sin inmutarnos, darle el nombre de publicidad o de propaganda. Por otra parte, si la cámara, el medio a través del cual se captan las imágenes, se limita a colocarse frente a los actores, a hacer la función de un ojo que (por naturaleza) es incapaz de captar la verdad objetiva, se vuelve a caer en los presupuestos del neorrealismo y otras corrientes similares que agotaron sus posibilidades hace más de setenta u ochenta años.
En ese sentido, la creatividad y el virtuosismo formal, dos cualidades que caracterizan a todo artista que se precie, brillan por su ausencia. ¿Cuándo se ha visto que toda una generación de “artistas” esté conforme con reproducir al milímetro las fórmulas que otros tantos ya utilizaron en el pasado? Por mucho que el contenido se actualice a las corrientes de pensamiento de la actualidad, la producción mecánica y repetitiva de nuestro cine se parece más a un trabajo de artesanía que a una creación artística.
Y esto no significa que la artesanía sea “inferior” o que tenga “menos valor” que el arte. Una obra artesanal adquiere un alto interés para el desarrollo de la cultura siempre y cuando sea concebida como tal. El problema, de hecho, surge con la confusión de los formatos. Cuando se trata de transmitir una serie de ideas de carácter social o político dejando al margen la estética del texto, lo normal es escribir un ensayo, no una novela. De igual manera, cuando se trata de exponer situaciones, realidades o problemáticas de la forma más cercana posible a la objetividad, sin prestar especial atención a la belleza de las imágenes ni a la innovación de la construcción narrativa, lo normal es rodar un documental, y no una película de ficción (o, por lo menos, intentar jugar con la hibridación de los géneros).
No se trata, por lo tanto, de alimentar el absurdo estereotipo de que el cine hecho en España es “malo” o de que los cineastas nacidos en España “no tienen talento”. Muy al contrario, autores y autoras como Carlos Vermut, Chema García Ibarra o Ainhoa Rodríguez han presentado en los últimos años propuestas de primer nivel, con un presupuesto reducido, que en muchos casos han terminado quedando al margen de los grandes públicos por su carácter subversivo y transgresor. Un carácter que, por lo que sea, no parece amoldarse a los requerimientos de las instituciones predominantes. Por lo que sea.
Se trata de reivindicar el cine como propuesta estética que sea capaz de responder a las inquietudes de la sociedad a través de la belleza de sus imágenes y de sus formas narrativas, y no como una especie de publirreportaje ficcionalizado donde la cámara se limita a captar una obra de teatro que ya hemos visto cientos de veces, aunque sus personajes tuvieran nombres diferentes.
Spoiler: las instituciones y los medios de comunicación que, por mucho que se autoproclamen “progresistas”, tienden a repetir en bucle lo que ya se ha comprobado que funciona (en otras palabras, tienden al conservadurismo), no van a hacer nada. La responsabilidad, como siempre, recae en un público rodeado de multicines comerciales y críticos de suplementos culturales que consideran “excesos” un par de movimientos de cámara fuera de lo común. Un público que no lo tiene nada fácil para acceder a las propuestas alternativas; al que se le vende (sí, se le vende) lo mediocre como bueno, y lo bueno como aburrido, estúpido o inviable.