Cámara Lenta, de Eduardo Pavlovsky: caída de un boxeador, metáfora del terrorismo de Estado
Horacio Otheguy Riveira.
En tiempos de la dictadura del general Videla y compañía —junto a sectores de la policía, la fuerza aérea y la armada— en Aquella Argentina de 1976 a 1983, hubo un Mundial de Fútbol cuya copa triunfal fue compartida públicamence con el militar que comandaba la Junta Militar en 1978. Con órdenes estrictas de detener, torturar, ejecutar a «subversivos y simpatizantes», la gente hacía su vida cotidiana en un creciente temor popular al desfile de coches sin matrícula, los negros Ford Falcon, en los que viajaban especialistas en el acoso y derribo de cualquier tipo de opositores.
Con los años se hicieron públicos detalles de aquel terrorismo de estado. Eduardo Pavlovsky, dramaturgo, solía crear piezas teatrales con un eje psicopolítico, pues marginando etiquetas psicologistas, las reacciones de sus personajes generaban un duro strip-tease emocional con actitudes ideológicas severas. El autor reflexionaba y hacía reflexionar sobre la culpa y la mentira, la memoria y el crimen, el olvido y la responsabilidad, lo mismo en obras decididamente comprometidas con la realidad del momento como El señor Galíndez, de 1973 (sobre el cambio de la tortura ejercida por analfabetos sustituidos por tecnócratas intelectuales) o Potestad, de 1985 (monólogo de un médico que colaboró con los militares).
Cámara Lenta, subtitulada originalmente Historia de una cara, es de 1981, de cuando el brutal vandalismo de los uniformados parecía no terminar nunca, eternos como se creían bajo protección de Kissinger y otros secuaces de Estados Unidos y la alta burguesía argentina. En la obra no se habla de nada de esto, por eso la directora Blanca Oteyza, esgrime una serie de secuencias breves que intentan visualizar aquel contexto. Pero lo más interesante, y muy propio del talento del dramaturgo y novelista, es el carácter universal de sus personajes masculinos, un entrenador y su boxeador triunfante hasta que cayó en la lona y se va deteriorando física y psíquicamente; son tipos tan destruidos como destructores, de allí lo de Historia de una cara, muy presente en una acción del entonces Gran Dagomar:
[…] Dagomar. —¿Cómo se llamaba?
Amílcar. —Williams. Tenía los ojos reventados… primero le reventaste
el derecho y después le reventaste el izquierdo…
Dagomar. —¿Cómo se llamaba?
Amílcar. —Williams. (Pausa) (Los dos mirándose) Parecían dos
ciruelas…
Dagomar. —Williams.
Amílcar. —Lo dejaste ciego al negro…
Dagomar. —Williams.
Amílcar. —Ike Williams se llamaba el negro…
Dagomar. —Williams (Pausa larga) (Gira sobre sí mismo) Ike
Williams. Ike Williams… (Pausa) Ike Williams… (Pausa) Ike
Williams… Dagomar…
Memoria rota, cuerpos en desecho, una dulce prostituta que le horroriza la muerte a ladrillazos de una compañera que la consideraba su amiga («aunque apenas habíamos hablado una o dos veces»), y que conforma el ritual que Dagomar necesita: «Sos el único que me pide esto. Te gustan mis pies como a mi mamá. Mi papá decía que le daba asco por cómo me besaba los pies, los dedos de los pies, pero a ella no le daba asco, como a vos tampoco…». Una escena de gran intimidad con recuerdo que enlazará más adelante con la tierna sombra materna del fiero boxeador convertido en un hombre que se pone furioso por cualquier tontería si se olvida «de tomar la pastilla».
Con una atmósfera muy lograda de ensueño y tragicomedia, esta Cámara Lenta ofrece una ceremonia donde la pérdida, el abandono, la autodestrucción están muy ligados a la «victoriosa» capacidad de hacer daño a terceros. Cuando entrenador y boxeador se regodean en haberle destrozado la cara al contrincante se parecen mucho a los torturadores. Es esta una parte tan solo de las varias alegorías que esconde esta obra magistral interpretada con precisión por Héctor Berna (Dagomar) que, con su imponente cuerpo de espaldas anchas y trompada implacable —cuando la tuviera disponible—, nos ofrece un lento descenso a infiernos muy temidos. Gran trabajo que, al permitirnos empatizar con él, se enriquece aún más con las teorías psicodramáticas de Pavlovsky: «en todo grupo el psicodrama nos violenta y compromete con nuestra capacidad de alianza o rechazo de las actitudes y pensamientos de otros…»
Junto al boxeador vencido, el entrenador que le asiste como puede, que participa de sus pesadillas y la mujer que le acompaña: Carmen Gallardo, en breves escenas muy logradas, e incomparable en el sutil erotismo de la adoración de sus piernas y sus pies; y Patricio Rocco, espléndida interpretación de un arquetipo del teatro porteño: el hombre bueno y salvaje venido a menos hasta límites que nunca llegó a imaginar.
Amílcar. —Por eso te digo… que a veces pienso… el otro día a la noche… digo, sí, el otro día, cuando salí al balcón había muchas estrellas, me di cuenta cuántas… y pensé, vos sabés… (Lo mira)
Dagomar. —Sí.
Amílcar. —Digo que… que sé yo… me parecieron miles… pensé que si nosotros somos una… de tantas… (Pausa)
Dagomar. —¿Lo qué?
Amílcar. —Si… (Se ríe) Nosotros dos aquí… y con tanta gente en una… y hay tantas otras… que… que… me pareció que me caía para abajo… y cerré la ventana… no quiero abrirla más… me dan ganas de tirarme… que sé yo… miedo…
Dagomar. —Sí… miedo (Se ríe) da miedo… quiero agua… dame agua…
REPARTO Héctor Berna, Carmen Gallardo, Patricio Rocco
Autor: Eduardo Pavlovsky
Dirección: Blanca Oteyza
Ayudantía de dirección: Nazareno Ciminari
Voz en off: Blanca Oteyza
Escenografía y vestuario: Pier Paolo Álvaro, Roger Portal
Iluminación: Juan Seade
Música: Daniel Barón
Diseño gráfico: Lucía Negrete
Fotografía: Javier Mantrana
Producción ejecutiva: Héctor Strumbo, Nazareno Ciminari
TEATRO LARA. SALA LOLA MEMBRIVES. HASTA EL 5 DE ABRIL 2023