Sobre los diarios de Leon Bloy

Sobre los diarios de Leon Bloy

 

 

Influencias: Harold Bloom pudo escribir que para Blake (quizá el mayor heresiarca de toda la literatura inglesa) sólo contaron, en rigor de verdad, dos libros: la King James Bible (Authorized Version) y Paradise Lost, de Milton. De la misma forma no resulta exagerado decir que Bloy sólo tomó en serio dos textos: la Vulgata (traducción latina de la Biblia hecha por Jerónimo en el siglo IV, declarada canónica, sacra e infalible por el Concilio de Trento en 1563) y Las veladas de San Petersburgo, del católico ultramontano, teócrata feroz y pensador profundamente incómodo para aquellos que decía defender, Joseph de Maistre.

En ese libro extraño y monstruoso se encuentran, in nuce, casi todas las doctrinas más o menos delirantes con las que Bloy epató a los burgueses parisinos durante cuarenta años. También, como es natural, el estilo. Por supuesto, cuando Bloy comienza a escribir el Diario (1892), era ya un artista verbal en la plenitud de su fuerza y tenía, forzosamente, que negar la aplastante influencia del escritor saboyano. Astutamente (y eso me parece muy significativo), lo hace, por así decirlo, en tono menor: no escatima las invectivas más extremas contra otros autores que lo apasionaron en su juventud, pero sobre De Maistre se limita a decir que no lo entusiasma como antes: “Genio indiscutible… pero sólo hasta cierto punto”. Para esto hay dos razones: la primera es que, obviamente, no le convenía llamar demasiado la atención sobre De Maistre. La segunda, más insidiosa, es que se consideraba muy superior a este (la humildad fue siempre algo desconocido para él) y creía haber ido mucho más lejos (en eso no se equivocaba).

Ubaldo León, Rialta

 

“He intentado leer a Bloy, sus Diarios. Al principio resulta apasionante y después penoso. El automatismo de la injuria, del chantaje, de la pose sobrenatural (si es que puedo decirlo así) acaba cansando. Sin embargo, encontramos acentos únicos en él. Un mal humor único. Lo leí hace exactamente treinta años. No vuelvo a sentir mi entusiasmo de entonces, pero sería injusto hablar de decepción. Resiste mucho mejor que muchos de sus contemporáneos a los que se sigue leyendo. Recuerdo el gran efecto que me causó hace treinta años. Desde entonces, he roto con la hipérbole sistemática de Bloy, que ahora me parece ilegible, pero grandiosa”.

Cioran, Cuadernos, 1957-1972

«Son unos diarios desgarradores, llenos de verdad, de dolor, de tragedia, de poesía. Son los diarios de un iluminado, de un panfletista, de un santo, de un profeta, de un loco… Son la exposición de un alma en carne viva que gime y llora sin descanso. Son un gozo incesante».
Juan Manuel de Prada, ABC

«Pura dinamita. Un material insólito, único, fulminante».
Héctor J. Porto, La Voz de Galicia

«Leer a Bloy es atreverse a seguir caminando cuesta arriba bajo la tempestad. Enfrentarnos a un camino que no nos lleva a ninguna parte bajo una tormenta de rayos que no cesan. Tenemos que desnudar nuestros prejuicios y soportar la imagen de nosotros mismos que nos queremos ocultar».
Javier Rioyo, Infolibre

«La lectura de estos Diarios resulta ser un singular revulsivo de nuestra propia conciencia».
Santiago Aizarna, El Diario Vasco

«Extraordinarios Diarios, cuya lectura nos propicia el raro placer de una inteligencia hercúlea, de una razón teológica, de un verbo insuperable en la malicia y conmovedor en su extremada y fértil pobreza».
Manuel Gregorio González, Diario de Sevilla

«Nos brindan la total intimidad con el hombre. Debe tenerse en cuenta que la complejidad y la profundidad de una vida que se quiso ejemplar es el mejor antídoto contra la superficialidad, ese horrible demonio, que hoy gobierna al mundo».
Felipe Polleri, El País Cultural (Uruguay)

Una poderosa mitología. Por supuesto, todo eso es más o menos delirante: la voracidad hermenéutica de Bloy (que se encuentra justamente en el extremo opuesto de la famosa vía media tan cara a la ortodoxia), unida a un orgullo desmesurado y su nada humilde certeza de ser un genio elegido por Dios lo conduce a una búsqueda desenfrenada de signos y profecías, a empujar al límite más extremo las interpretaciones posibles del texto sagrado. En un escritor menos dotado esto supondría el descenso inexorable a los abismos de la ininteligibilidad y el absurdo; en Bloy conduce a un Absurdo Coherente: en su delirio hay método y está muy lejos de ser el primer pensador cristiano que se sumerge con fruición en lo Irracional. Por el contrario, puede reivindicar una ilustre genealogía que incluye a Tertuliano (“Lo creo porque es absurdo”), Agustín de Hipona (“De una profundidad que nos es imposible ver viene todo lo que nos es dado ver”), Bossuet (“Todos somos lo que somos porque hay Otro que es lo que es”, el furibundo predicador protestante Jonathan Edwards y el ya mencionado autor de Las veladas de San Petersburgo, ese extraño, influyente y teratológico tratado. La cuestión es que, dentro de ciertas premisas que, como es natural, jamás cuestiona, el sistema de Bloy funciona… o al menos lo suficiente para fascinar incluso a lectores refractarios a cualquier tipo de religiosidad (entre los que, ciertamente, me incluyo). En todo caso, sus teorías sobre el fundamento último de la existencia no son necesariamente más descabelladas que las divagaciones heideggerianas sobre “la morada del Ser” y “la oscura esencia indecible del lenguaje” o aquellas que postulan la superstición psicoanalítica como clave de la conciencia: todas son, simplemente, poderosas mitologías, construcciones verbales de inaudita potencia que, por su propia naturaleza, no pueden ser verificadas en última instancia.

Ubaldo León, Rialta

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