Escribir corto, sí, pero no sólo
Ricardo Álamo.- Viene siendo ya un lugar común subrayar que una de las principales características del aforismo es su brevedad o, si se quiere, su profunda generosidad. Una generosidad entendida como cortesía hacia el lector, a quien, en lugar de endosarle una idea o una reflexión o un pensamiento agudo e inteligente en forma de extensa parrafada, se le enjareta sin embargo de un modo conciso y breve. Porque él mismo, el aforismo, en su corto desarrollo, es, casi, el punto final. Se podría decir sin mucho miedo a equivocarnos que al escritor de aforismos lo que por encima de todo le mueve —aparte de transmitir un juicio o una razón sobre el tema que sea— es cerrar lo antes posible su texto, no dándose así la oportunidad de arriesgarse a construir un discurso lleno de giros y meandros en los que tendría que exponer de manera más o menos sistemática distintos niveles explicativos (y hasta conclusivos) sobre aquello de lo que trata. Y es que un aforismo, un buen aforismo, debe pecar siempre por omisión. Esa es su virtud. O dicho de otra manera: en un aforismo cuenta tanto lo que se cuenta como lo que se deja de contar. De ahí que la necesidad que tiene el buen aforista de decir mucho con pocas palabras le lleve a economizar y a explotar al máximo sus recursos narrativos, entre los cuales, y no el menos importante, se encuentra la elipsis o la invitación a que sea el propio lector quien acabe de contar lo que el aforismo no cuenta del todo. Ni que decir tiene que este recurso literario no es privativo únicamente del género aforístico.
Como es bien sabido (y no hace falta recordar lo que la teoría del iceberg de Hemingway decía al respecto) también afecta a los poemas, a los relatos cortos y a los microrrelatos, donde tan importante es aquello que explícitamente se dice en el texto como lo que subyace implícitamente en él, eso que no se dice, eso que produce un hueco o un vacío de contenido que le exige al lector que lo rellene con su imaginación para completarlo. Elegir las palabras adecuadas, modelar con cuidado la sintaxis, evitar los pleonasmos, no incurrir en groseras contradicciones ni tender a la confusión (y a este respecto ya decía Juan Ramón Jiménez que «todos los escritores confusos son largos; breves, todos los claros»), buscar cierta eficacia (no necesariamente un golpe de efecto) para lograr el mayor provecho posible con la mínima cantidad posible de elementos serían, entre otras, algunas de las herramientas imprescindibles a las que todo escritor de aforismos debería de recurrir siempre. Y por abundar todavía más en otro de los recursos que el buen aforista debería de tener en cuenta (apartándose en este sentido de aquello que afirmaba César González-Ruano en su pareado Aforismo de mi gusto / que al revés quede más justo), no sería de recibo para el lector que un aforismo pudiera leerse del derecho y del revés, aunque dijera cosas contrarias, pues lo lícito y conveniente en este género es que cualquier idea expuesta no admita su reverso, ya que si así fuera perdería de inmediato toda su credibilidad.
Sólo la brevedad es impecable, decía Kafka (1). Pero no todo lo breve es impecable. Para que lo sea tiene que someterse a esa serie de requisitos a los que me he referido antes. Breve es lo que el aforista escribe, aunque su escritura no termina donde él pone el punto final. La colaboración del lector se hace necesaria si no se quiere que el aforismo pase a ser una suerte de sentencia doctrinal o un texto cerrado y sin aristas. En este sentido, un prolífico autor de aforismos como José Luis García Martín ha apuntado con perspicacia lo siguiente: «Los géneros breves necesitan más que otros la colaboración del lector. Un aforismo, por muy rotundo que quiera parecer, necesita ser completado. [Es decir: un aforismo es aquel texto donde] el lector puede encontrar de todo: pretenciosas vaguedades, afirmaciones rotundas que nos hacen sonreír, lecciones de vida, sorprendentes paradojas y un puñado de verdades en las que no habíamos caído y que nos acompañarán ya para siempre». Ahora bien, ¿a quién pertenece realmente ese puñado de verdades o esas vaguedades, afirmaciones rotundas, lecciones de vida y sorprendentes paradojas? O, dicho de otro modo, ¿cuál es el estatus del «yo» que las enuncia? ¿Es un «yo» personal y subjetivo que refleja fielmente las profundas e íntimas reflexiones de quien las firma con su nombre y apellidos? ¿O se trata más bien de un mero «yo» literario y narrativo, algo así como una encarnación impostada de otro «yo» oculto que no se quiere mostrar tal como es y que juega a hacerle creer al lector que lo que dice no es más que una mixtificación o un artificio, estudiada simulación intelectual que no condesciende con dejar traslucir el verdadero fondo introspectivo de su autor? Si se piensa bien, no otra cosa ocurre en la mayoría de los géneros literarios. Nadie en sus cabales confundiría la voz narrativa que se despliega en una novela con la auténtica voz del escritor que la pone en marcha. Y lo mismo podría decirse de un poema, un relato o cualquier otra clase de narración, en las que de antemano se da por descontado que narrador y autor no son la misma persona y que, por lo tanto, las cavilaciones, elucubraciones y reflexiones del primero no tienen por qué ser una manifestación explícita de las del segundo, pese a las muchas coincidencias que pueda haber entre ambos. Así, por ejemplo, lo que leemos que dice Cervantes en el Quijote no es ni mucho menos lo que dice Cervantes, sino lo que dice Cervantes que dice don Quijote, que obviamente no es lo mismo, pues en último término no es el autor de la obra quien se manifiesta por boca de su personaje sino el personaje quien se manifiesta por boca del autor. ¿Por qué entonces iba a ser distinto en un libro de aforismos, donde no hay una cláusula ni una advertencia previa que le indiquen al lector que las mínimas máximas que en él se encuentran son una transposición literal de lo que el autor verdaderamente piensa? Quizá debería serlo si en la actualidad los aforismos que se escriben estuvieran hechos al modo en que en la antigüedad se hacían, bien como sentencias de tipo ético que buscaban la edificación moral del lector o bien como formas breves de transmisión de prácticas y saberes científicos cuya utilidad se consideraba lo suficientemente valiosa como para ser recogidos en toda clase de vademécums, misceláneas y florilegios. Pero el caso es que ya no es así, y los aforistas de hoy en día en su conjunto no persiguen tanto la difusión de un saber o de un consejo que les sean rentables y útiles a la comunidad de lectores como —en palabras de Sara Molpeceres Arnáiz— «la formulación de una verdad subjetiva, individual y contextual». Y es precisamente esa subjetividad la que, bajo mi punto de vista, dota a los aforismos actuales de un cariz que no tenían antes, y que no es otro que el de poder ser enunciados no ya con la voz impersonal de una autoridad erigida como la más competente en una materia determinada sino con la voz personal con que cualquier autor puede camuflarse, hasta el punto de hacer pasar por suya otra voz que no es realmente la suya, jugando así a la autoficción y al revestimiento novelesco de su propia identidad literaria, que unas veces podrá presentarse como un «yo» fingido o enmascarado, otras como un «yo» utópico, y otras más como un «yo» indefinido cuyas personificaciones podrían ir desde lo elíptico hasta lo metafórico pasando por lo irónico, lo ingenioso y lo paradójico, cuando no incluso por lo chistosamente contradictorio, entre otras muchas. Sobre este carácter ficcional de la voz del autor, sobre esos modos de encubrimiento de la verdadera identidad de quien se pronuncia en una vasta gavilla de sentencias, no son pocos los ejemplos que se pueden encontrar en el género aforístico de la literatura moderna, que cada vez más con mayor intensidad se ha ido dejando contaminar por las formas expresivas de otros géneros narrativos tan influyentes como el novelístico, cumbre de la ficcionalización estética en el arte actual.
En este sentido son esclarecedoras las palabras de Hiram Barrios cuando advierte que «si bien es cierto que el aforismo ostenta un tono confesional y que incluso se suele utilizar en la literatura intimista y autobiográfica, la pretensión de verdad no debe confundirse con un intento de emular la “realidad”, ni supone que el yo que enuncia el aforismo carezca de ficcionalidad literaria» (2). Ciertamente y sin ningún género de dudas, esa ficcionalidad literaria del «yo» del aforista moderno es ya una muestra patente de su hibridación o de su mixtificación, que no en vano haría bueno aquello que decía Oscar Wilde respecto a las concomitancias no tan raras que se pueden dar entre una verdad enunciada por un «yo» objetivo o por uno subjetivo: «Un hombre es menos auténtico cuando habla por cuenta propia. Dadle una máscara y os dirá la verdad». Dada esa mezcolanza de «yoes», se podría concluir entonces que los aforismos modernos ya no se pronuncian con un tono profesoral para enseñar al lector unas verdades incontrovertibles. Se diría más bien que al aforista de hoy en día, enmascarado bajo múltiples disfraces o imbuido del carácter ficcional al que se presta como cualquier otro literato, le renta más difundir dudas, perplejidades y sospechas que pueden variar según adopte una máscara u otra que expresar conocimientos y saberes universales y fijos. En Escolios a un texto implícito ya lo manifestó así Nicolás Gómez Dávila (3), al afirmar que el tono profesoral no es propio del que sabe, sino del que duda, que es al fin y a la postre el estatus en el que el «yo» ficcional del aforista moderno se mueve más cómodamente, sin pretensiones de adoctrinamiento ni propósitos aleccionadores con respecto al lector, a quien le ganan más los ensueños mudables y ficticios de una voz que por misteriosa y encubierta no siempre es una y la misma que los decretos y juicios de una voz previsible y consabida.
Decía al principio de este artículo que si bien la brevedad es una de las principales características de los aforismos, no tiene por qué ser la más importante, pese a que como decía Enrique Jardiel Poncela «escribir corto cuesta mucho más tiempo y trabajo que escribir largo». Escribir corto, sí, pero no sólo.
La modernidad o la posmodernidad, en fin, ha abierto nuevos caminos a la aforística, caminos llenos de intersecciones y confluencias entre distintos géneros literarios, uno de los cuales —y no el menos significativo— es la mixtificación de la autoría, quizá debido a que vivimos tiempos en los que arrogarse ciertas verdades y presentarlas revestidas con el ropaje de una autoridad no conferida se puede considerar un peligro que el autor podría acabar pagando con la pérdida de lectores y, en consecuencia, lo más sensato es no aventurarse a correr ese riesgo y ocultarse detrás de una máscara y jugar con el lector a que se finge que se finge («O poeta é um fingidor»), del mismo modo que lo hace cualquier novelista en una novela, donde lo que se dirime no es tanto lo que piensa realmente el autor como lo que afecta a su voz narrativa, que como se sabe es la más propicia para la ficción. Y así viene ocurriendo también en el género aforístico, en el que cada vez resulta menos extraño que impere la autoficción y el disfraz. ¿Acaso —y parafraseando a un prolífico autor de breverías— porque el género del aforismo se venga así de la extrema brevedad que le han impuesto los cánones produciendo una cantidad ingente, inconcebible de textos malos? El tiempo lo dirá. Ahora lo que cuenta es cortar por lo breve y fabular, fabular, fabular para que el lector no se crea a pies juntillas nada de lo que se le cuenta, pues en la ficción y en la autoficción todo es el cuento de nunca acabar.
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1 En parecidos términos a los de Kafka, se pronunció Juan Ramón Jiménez, al afirmar que «ser breve, en arte, es, ante todo, suprema moralidad», queriendo decir con ello que la forma literaria más rotunda y perfecta con la que cualquier autor puede llegar a la cima de su expresión artística no es otra que la que dice más con menos. Un Juan Ramón que, por cierto, tenía un sinnúmero de trabajos inéditos, cientos de cuartillas en las que había llegado a reunir una cantidad descomunal de aforismos, unos doce mil, según confesión propia.
2 Cfr. “Aproximaciones al aforismo”, en Disparos al aire. Antología del aforismo en Hispanoamérica. Ediciones Trea, Gijón, 2022, pp. 53-54.
3 En la misma línea de pensamiento de Gómez Dávila también se manifestó José Camón Aznar, uno de cuyos aforismos decía explícitamente: «¡Mal maestro! Sólo enseña lo que conoce» (Cfr. Aforismos del solitario. Prólogo de José Luis Trullo. Libros del Innombrable, Zaragoza, 2020, pág. 13).