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Papeles Flotantes de Carlos Edmundo De Ory

 

Foto: Consuelo De Arco

Por Antonio Costa Gómez.

Carlos Edmundo de Ory cumple cien años. En Cádiz por donde él paseaba yo lo recordé durante dos años. Una de sus creaciones fueron los Aerolitos. Textos libres y sueltos, sin peso y sin plomo, como venidos del cosmos. Con gracia y sin pesadez, como decía Simone Weil. Una vez el Centro Cultural Carlos Edmundo de Ory le hizo un homenaje y acabó arrojando papelitos con sus textos por el paseo de azulejos junto al mar cerca de mi casa. Y su estatua sin pedestal, caminando en tierra y moviendo los brazos libremente, acabó rodeada por sus papeles flotantes. Así es como me gusta recordar su figura. Como un lobo gracioso rodeado de papeles flotantes. Su último libro se titulaba Música de lobo.

En Cuentos sin hadas un niño muy sensible pide que le lleven el mar a su habitación. La familia está alarmada, el padre ausente ha dicho que no lo disgusten. No saben cómo llevarle el mar, hasta que un hermano propone empezar a llevarlo a la habitación. ¿Tiene que ser todo el mar?, pregunta la madre. El niño decepcionado contesta: haced lo que podáis. Yo también quiero el mar en mi habitación.

La tristeza es la grandeza desterrada o perseguida. En un poema dice “soy un rey desterrado en un retrete / no tengo pantalones y me escondo”. Es la nostalgia indecible, la saudade gallega o atlántica: “Y este ver tristemente cada día encarnada / nuestra vida en el tiempo y nuestro rastro”. La vida no es solo la pregunta sin respuesta de Cernuda. “La vida es una Y”, dice Ory.

Parece que juega, que se burla de lo que está diciendo. Pero su juego está lleno de seriedad. En su Diario otorga a la literatura cometidos trascendentales, la relaciona con la mística y el esoterismo. Parece que solo es juego, pero tiene pasión. Parece que solo es técnica, pero también es llanto. Y cree en las palabras.

Ory es la paradoja continua. Hace música con los temas más impensables, recienta la atmósfera del poema, compone con lo disonante o chillón. Inventa sin cesar, niega cualquier forma de academicismo o autocomplacencia. Reinventa las formas de amar, de declararse a su mujer, de hablar de sus hijos. De poetizar sobre la poesía. Su tristeza insatisfecha en el fondo lo anima todo.

Su tristeza flotante brilla en “El rey de las ruinas”: “Estoy en la tristeza, Dios mío, qué te importa, / ya mi casa es un dulce terraplén de locura”.  Dice: “Mi casa es un relincho de muerto monocromo/ cuna de remembranza gran rincón de dolor”. La palabra remembranza trae un pasado mítico fuera de la realidad. La saudade es un tema principal en Ory. Todo en la realidad es sin fuerza, una fotocopia: “Mi rostro de color negro aguanta la puerta / y al fin no sé qué hacer con tanta fotocopia”. Ory era de Cádiz pero añoraba como un gallego. Tenía la nostalgia que ahora quieren prohibir. Esos quieren que traguemos sin ninguna duda el sagrado Presente.

El Rey Poeta ha caído de la realeza a la miseria: “Estoy en la miseria, se dice la miseria/ por el resuelto abismo subo las escaleras / del torreón oculto para pedir limosna”. Entra y su secretaria le dice que no es él mismo, que ha perdido su identidad. Y está tan desolado que no sabe quién es : “¡Aparición¡ ¿Quién soy? Te pido yo una cama / para abrigar mis labios con un sueño anticuado”. Se ha vuelto tan monstruoso, tan despojado de sí mismo, que le pide a la secretaria que no se asuste. Se siente como Heidegger un Ser inquieto que no tiene Esencia. Se siente como el Monstruo de Dino Buzzatti al que todos querían cazar, aunque no molestaba a nadie.

En sus cien años, me gusta imaginar a Carlos Edmundo de Ory sin pedestales ni rigideces, pisando tierra y flotando, esquinado y expresivo, y rodeado de papelitos de libertad.

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