La inmortalidad
Milan Kundera publicó en 1988 una novela titulada La inmortalidad. En ella —oh, sorpresa— los personajes, tanto aquellos sacados de la imaginación del autor como los célebres Goethe o Beethoven, dan vueltas alrededor del título. Podría decir mucho sobre la obra y dejarme no poco en el tintero, pero creo que es una de esas obras que merece la pena ser leída.
¿Cómo se alcanza la inmortalidad? Eh, tú. Sí, a ti me refiero. No tan deprisa. Antes de responder a esa pregunta deberíamos tener claro un detalle insignificante: ¿qué es la inmortalidad?
Menuda cuita.
Uno de mis hobbies es el modelismo. Cada vez lo practico menos —error—, pero cuando me da por entrar en las redes del infierno lo veo patas arriba, reordenado de cara al mercado. El ritmo es vertiginoso. Si decido invertir, yo qué sé, trescientos euros en un ejército en miniatura y, subiendo la apuesta, una vez pintado y decorado decido jugar una batalla —juegos de estrategia, wargames— al año siguiente, lo más probable es que esté obsoleto. Seguramente venga un señor de gesto socarrón y boca llena de mierda a decirme que cómo me atrevo a presentarme con semejante porquería, que si voy porque mi mujer me ha largado de casa, que si no sé que lo Más-Mega-Guay-Es-Esto-Y-Que-Reinvéntate-O-Muere. Una reinvención bimensual, in aeternum. La prueba llega poco después, tras pagar los diez o quince euros de la inscripción: mis miniaturas, minuciosamente pintadas mientras luchaban sus primeras batallas en mi cabeza, saldrán del maletín tan solo por ser barridas por lo Me-Toca-Ser-El-Primo-De-Napoleón-Ja-Ja. Imagínense mi rostro al volver a casa: trescientos euros y decenas de horas de cúter, limado, imprimación; un quintal de capas de pintura entre bases, tintas y luces. Y un agujero permanente en la cartera tan solo para que ese señor y sus amigos de mala cara no me reprochen ser un pollavieja.
Esto, por supuesto, no fue siempre así.
Retrocedamos en el tiempo.
Cuando comencé con esta afición apenas rozaba la adolescencia. Mi padre, además de ser un excelente lector, era maquetista. Lo mamé de pequeño. Así que me lancé a coleccionar figuritas fantásticas y pintarlas; más tarde me atreví a jugar. Por aquel entonces los ejércitos duraban, esa palabra sancionada en los diccionarios. Si te dejabas trescientos euros —estoy siendo generoso con las cifras— amortizabas la inversión desde el primer minuto y los beneficios duraban tres años, para bien o para mal. A veces incluso más. Y adaptarte a los nuevos tiempos pasaba por gastos menores como comprar las novedades. En fin, que el modelismo era un arte que permitía pasar el tiempo con los amigos. Ahora es competitividad. Plana e insulsa competitividad fagocitando una escena de la vida privada donde los adultos acuden para huir de las miserias de la vida. La inmensa cantidad de horas de preparación quedan en segundo plano.
Por supuesto, el mío es un ejemplo entre tantos. Miremos los videojuegos: antes te dejabas cincuenta euros y lo exprimías, superando historia principal y extras, buscabas los secretos por los rincones, analizabas la historia… Ahora, la oferta es tal que lo compras, lo juegas y lo abandonas.
El cine. ¿Recuerdas cuál fue la última vez que pagaste una entrada y dicha película ha pervivido en la memoria colectiva como un clásico? La cantidad de novedades mensuales es apabulladora.
Las series, otro cazo de arroz.
Antes, permítanme hacer hincapié en ello, las películas se veían, se disfrutaban a los dos años el sábado por la tarde en el televisor, se cruzaban los dedos cuando se anunciaba una secuela, y en ocasiones permitían hablar hoy en día de ellas. Incluso en el cine comercial, como Gladiator.
Ahora, en el mejor de los casos, si ves la película un viernes el miércoles aún la comentas con tus compañeros de oficina.
Volvamos a la pregunta, a mi parecer, fundamental: ¿qué es la inmortalidad?
Sin devanarme el cerebro diré, también a mi parecer, que la inmortalidad es la permanencia en la ya mentada memoria colectiva. Dejar huella en el pecho. Despertar un sentimiento, positivo o negativo, tan vívido que las personas, al mirar atrás, vean tus ojos fondeando en el mar de su vida. El antes aspiraba a la inmortalidad. Porque es como el buen embutido: necesita tomarse su tiempo. Curarse. Una serie concreta, una película, un libro —he obviado este factor porque siendo escritor es mi pequeña caja de pandora—, un videojuego… lo que sea. La sociedad firmaba tablas y les permitía quedarse ahí, rebotar durante varios años sin que molestasen demasiado, calando.
Mi padre, el lector-maquetista, solía decirme que mientras alguien se acuerde de ti, sigues vivo. Sócrates, Cervantes, Napoleón… cualquier personaje histórico, con independencia de su rama, sobrevivirán mientras aparezcan en libros o en conversaciones.
Pero ¿cómo puede alcanzarse la inmortalidad cuando el feto, tras pasar unas horas en la incubadora, se abandona en un contenedor de basura?
La propia sociedad, a cuya memoria aducimos, bloquea la inmortalidad. Mata a sus hijos, como el Saturno de Goya. En casa tan solo se pueden alimentar tres bocas pero queremos joder como cachorros en celo. ¡A la horca!
¡No compres eso, está Obsoleto-Viejo-Pasado-De-Moda!
¡Pero si salió a la venta en enero!
¿Qué dice usted, caballero? ¿No se ha enterado de qué día es hoy? ¡Esto es Magnífico-Lo-Mejor-De-La-Puta-Historia!
Al menos, hasta el mes que viene.