El tenis en El jardín de los Finzi-Contini de Giorgio Bassani
Para un animal simbólico como el ser humano todo lo que salta a su encuentro tiene un significado, cualquiera que este sea; y siendo como somos también seres sociales todo tiene al tiempo un significado social. Es fácil comprobarlo en cualquier situación: nos da muy distinta información del estatus del propietario un coche deportivo o un utilitario, nos sugiere diferente ideología encontrar a una persona en una plaza de toros o en un museo de arte contemporáneo o demuestra distinta procedencia y cultura asistir a un concierto de rap o a uno de rock indie, por poner unos cuantos ejemplos al azar. Del mismo modo ocurre, por supuesto con el deporte, campo en el que también nuestra afición a una disciplina y nuestra indiferencia por otra depende en gran medida de nuestra ideología, nuestro lugar de origen o nuestra clase social. El fútbol, por ejemplo, es un deporte muy popular en Europa, común a todas las clases sociales o prácticamente, pero el tenis, es más bien, como puede verse en la bella y melancólica novela El jardín de los Finzi-Contini, de Giorgio Bassani, un deporte de clase alta.
De hecho, en esta obra ya clásica, el tenis es un elemento central (no es exagerado decir que los protagonistas pasan la mitad de la novela jugando al tenis) cuya principal función semántica o argumental es precisamente caracterizar y definir el ambiente de la Italia de entreguerras y la posición social de los personajes. Los Finzi-Contini, una rica familia judía de Ferrara, son propietarios de una gran villa con jardín que incluye una pista de tenis y que, cercado por un alto muro que en su infancia pudo pero no se atrevió a saltar, resulta una dolorosa barrera para el narrador, perteneciente a una familia también judía pero desde luego con mucho menor poderío económico, a quien parece recordarle la distancia que siempre le separará, aunque sea sutil e involuntariamente, de sus amigos socialmente superiores. Así, él mira como furtivamente a través del jardín “hasta vislumbrar el extraño y agudo perfil de la morada solariega […] mucho más allá del campo de tenis”, presente en todo momento en su mente y que a su padre, por otra parte, le hace exclamar un desprecio hacia la “idea de nuevos ricos, […] estrambótica […] con una especie de rencor apasionado”. La idea de cruzar el umbral y acceder al jardín (que admite, por supuesto, otros sentidos) es fija para el narrador, que la consigna como un hito de su vida, como “la vez que conseguí pasar de verdad al otro lado del muro […] hasta llegar a la magna domus y [por supuesto] el campo de tenis”.
En cambio, acceder a la villa y al campo de tenis supone ingresar en un círculo superior de relaciones sociales y la invitación cortés y ceremoniosa de los dos jóvenes hermanos Micòl y Alberto, que se sentirían “muy honrados” de jugar con el narrador, es algo así como la muestra de la aceptación del narrador en la cima de la sociedad judía ferraresa. Esto implica, por supuesto, una serie de deberes o responsabilidades para asegurar la nueva posición de la familia, de modo que, cuando parece desinteresarse por estas reuniones deportivas con sus vecinos acaudalados, recibe sin tardanza la reprensión de su padre. Por otra parte, la continuidad en el tiempo de los encuentros entre los jóvenes da lugar a la creación de una comunidad estable y cohesionada de amigos que dedican tardes enteras a jugar “largas partidas de dobles” como otros jóvenes, en otros lugares o con otra edad, las dedicarían a quedar en el parque o a jugar a las canicas.
Teniendo todo esto en cuenta, no es de extrañar que el régimen fascista haga todo lo posible por excluir de esta área de la vida social, en especial por ser de la alta vida social y por ello un signo de poder e influencia que los distingue sobre el resto, a los judíos. Así, tanto el narrador como sus amigos son expeditivamente apartados del Círculo de Tenis de Eleonora d’Este de Ferrara sin previo aviso y con la ironía añadida de fingir mediante carta formal que esto se hace aceptando su dimisión y declarando a partir de entonces “inazmisible” su presencia en las instalaciones del club (se ve que los fascistas, además de todo, eran ignorantes, así ostentaran el título de marqués como Barbicinti, el presidente de la institución). Más aún, se establece en un momento anterior a su expulsión una especie de competencia inmotivada, algo así como una cuestión de honor, que solo perciben los italianos no judíos, entre ellos y los hebreos a cuenta del tenis. Así, en la final del torneo de dobles mixto disputada entre una pareja judía y una cristiana, el antipático Barbicinti sencillamente interrumpe el partido ante el riesgo de que la pareja hebrea derrote contra pronóstico a los favoritos de buena raza con la excusa de la poca luz que queda a última hora de la tarde para retomarlo al día siguiente… lo que por supuesto no ocurre sin que se dé tampoco más explicación que la presencia callada en el torneo de un alto cargo del gobierno fascista.
Ahí podía haber quedado la cosa, pero el régimen no admite tampoco que los judíos creen al margen de las oficiales sus propias reuniones sociales o un club de tenis oficioso o alternativo, hasta el punto de que los Finzi-Contini reciben una amenaza poco velada de arresto y encarcelación por atraer a su pista a los miembros legítimos del Club de Eleonora d’Este. Por descontado, el fascismo, que no deja de beber en su estética del futurismo de Marinetti, belicista, tecnólatra y admirador de la actividad física, quiere imponerse socialmente también en el deporte, que no deja de modelar en parte los códigos emocionales y éticos de una sociedad. Así que un italiano moderno (es más, un “judío moderno”) es, por ejemplo, “doctor en medicina y librepensador […], voluntario de guerra, fascista con carnet de 1919 [y] apasionado del deporte”, que parece quedar así, en cierta medida, ligado a toda una heterogénea y peligrosa serie de valores que se aleja bajo el fascismo del espíritu puramente recreativo con el que parecen jugar el narrador y sus amigos en sus reuniones ya íntimas e informales según avanza la novela.
Ahora bien, no es este todo el tenis que aparece en la obra de Bassani, donde este deporte tiene también un sentido erótico, más soterrado pero desde luego perceptible, ligado a la ambigua relación entre el narrador y Micòl Finzi-Contini, que se mueve siempre indefinidamente y a destiempo entre la amistad, el flirteo y el amor. Aquí el tenis está muchas veces puesto al servicio de la erotización, por así decirlo, de Micòl, una joven bella, pujante y, en cierta medida, liberada o empoderada tanto en el aspecto deportivo como, según podemos inferir por ciertas connotaciones o asociaciones, en el sexual. Por ejemplo, ¿qué le gustaría hacer a Micòl “en lugar de sepultar[se] en una biblioteca” para terminar su tesis de licenciatura? Ella misma lo dice festivamente: “Jugar al tenis, bailar y coquetear: ¡tú fíjate!” ¿Cómo juega Micòl al tenis? A menos en la mirada del narrador, ya completamente enamorado, “espléndida, tan sudorosa y arrebolada, con aquella arruga de terquedad y decisión tan feroz que le dividía la frente en vertical” y, por si no quedan aún claras las connotaciones que adquiere el tenis cuando se relaciona con ella, “en shorts y camiseta de algodón, [con] aspecto tan libre, deportivo, moderno (¡sobre todo, libre!)…”. Y, en definitiva, como atestigua quien a la postre se revelará aunque sea dudosamente como novio de Micòl, esta “hasta en el campo de tenis es una auténtica fiera…” (¿dónde más lo es? Quizás en el amor, “un deporte […] ¡mucho más cruel y feroz que el tenis!, que había de practicarse sin excluir los golpes” y en el que parece haber en juego algo de poder o dominio entre los practicantes: “¡Procura no dejarte vencer por una mujer!”, le grita Alberto a Malnate durante un partido de tenis… ¿o de amor?).
Evidente ya, pues, el carácter erótico del tenis en esta novela, podemos percibir la decepción que debe sentir el narrador cuando, al sentir sobre ella su mirada, Micòl “dejaba de fruncir la frente, como cuando jugaba al tenis, para dedicar[le] una rápida sonrisa pensativa, tranquilizadora”. El desinterés es manifiesto y puede preverse ya la relegación del narrador a un papel secundario en el deporte del amor, que tiene por supuesto su representación simbólica en el tenis. Hacia el final de la novela, Micòl juega cada vez más al tenis con Malnate y apenas si se detiene para saludar al narrador cuando llega y este tiene que resignarse, en definitiva, a “hacer de árbitro para los largos y reñidos partidos individuales” entre ellos dos, en un papel bien desairado que cierra melancólicamente su juventud y da paso a una triste edad adulta expulsado del paraíso de amistad y despreocupación que encontró en el jardín de los Finzi-Contini.