Vivir es equivocarse
FRANCISCO CERVILLA.
Este de aquí está vivo, y este también. Muerto. Muerto. Muerto. Tres seguidos. Vivo. Vivo. Vivo. Muerto. Vivo.
Quien así cuenta es Hewitt, personaje del libro El fondo del puerto de Joseph Mitchell, mientras enseña a unos amigos una antigua fotografía de grupo tomada en el mercado del pescado de Fulton del puerto de New York, donde trabajaba y cuando aún era joven.
Hace unos días me vino esta cita de Mitchell durante una reunión sobre Poesía y Psicoanálisis con antiguos, y queridos, colegas de profesión. La sala donde se celebró está dedicada a un compañero, amigo y maestro: Vicente Mira. Muerto. Allí se encuentra parte de su biblioteca, con la esperanza, supongo, de mantener vivos sus libros y su nombre. Proyecto ahora amenazado por la implacable especulación inmobiliaria en Madrid.
En aquella estancia, durante la lectura de algunas poesías por parte de su autor, el poeta Federico Ocaña, y mientras intentaba escuchar atento su voz, la sonoridad átona de su recitativo, a la vez que pasaba por mis manos algún libro suyo que circulaba entre los asistentes, mi mirada se dirigía hacia los estantes en los que se encontraban los libros de mi inolvidable amigo, las carpetas que guardan algunas de sus notas, apuntes, clases, o seminarios, a muchos de los cuales asistí.
Al terminar el acto me acerqué hasta el lugar en el que estaban para ojear algunas de esas obras y buscar un subrayado, un comentario, una huella.
En ausencia de respuestas acudieron a mi rescate las recién leídas palabras de Federico Ocaña: “creo que han pasado las cosas/ por mis manos, que he tenido/ algo aquí, prendido como en jaula/ o cárcel de presencia, qué débil es/ el muro de mis dedos.” Me sobrecogí.
Sin embargo, la nostalgia no cayó sobre mí, pero sí la memoria del tiempo vivido, la evocación de los muchos momentos, del trayecto de vida compartido. Y entendí en su amplitud una frase de Elizabeth Hardwick, en Noches insomnes: “Mientras vives una parte de ti ya se ha escabullido hasta el cementerio”. Y es por eso que a veces lo visitamos: creemos acercarnos a la parte nuestra que consideramos allí enterrada, quieta, sin retorno, sin existencia.
Queda un recuerdo de los muertos, mitigado por el hecho incontestable de haber estado con ellos. Pasean junto a nosotros, con su paso ligero e inalcanzable. Alivio de la pérdida.
Y, como Hewitt, recordé el momento de otra antigua foto de grupo, tomada durante una reunión de trabajo constitutiva de una asociación profesional, en la que era necesario nombrar entre nosotros a un representante para tratar con diferentes instituciones, públicas o privadas, sin que ninguno nos postulásemos para ello.
“¿Es que no hay aquí nadie normal?”, preguntó de pronto Vicente, quitándole cualquier solemnidad al asunto.
¿Nadie normal?, decía no sin sorna, aludiendo a una normalidad en la que de ninguna manera creía, llamándonos, sin excluirse, a-normales a todos los reunidos, profesionales psi, divertidos por la ocurrencia e incrédulos también con dicha noción social.
¿Qué era para los allí congregados la normalidad si no la unificación de la diversidad y el borramiento de la diferencia? Justo lo contrario de las tesis que defendíamos: la singularidad que habita en cada sujeto y que lo hace único.
Ese era el espíritu que sobrevolaba sobre cada uno de nosotros, aquel que permitía vislumbrar, en primer lugar, en uno mismo, los desajustes y contradicciones de la existencia, los tropiezos de la vida, el fracaso del lenguaje cuando interviene en nosotros convertido en tu propio fracaso y que anuncia la falta que te habita.
Pero el recuerdo de mi antigua foto de grupo insistía. Y al igual que Hewitt, yo contaba. Muerto. Vivo. Vivo. Ausente. Este también.
Y pese a todo, pese a la experiencia de la mezcla de vivos y muertos, seguimos creyendo con obstinación que somos inmortales, y realmente hay que hacer un esfuerzo para creer que uno no lo es.
Sólo cuando aceptas que eres mortal, y eso nunca sucede al principio, empiezas a comprender que la vida y la muerte son la misma cosa. Así pues, partimos de un primer error que, a su vez, engendra otros errores.
En sus Diarios, Sándor Márai, viene a decir que al final uno se da cuenta de que en la vida te equivocas, que no hay otra manera de actuar más que equivocándose. Nos quedamos sin saber si eso incluye su acto final, el carpetazo a su existencia.
Samuel Beckett abundaba en lo mismo: “Posiblemente no hay sino caminos equivocados y hay que encontrar el camino equivocado que te conviene”. Pero hay que elegir la propia equivocación. Uno no es ajeno a sus equivocaciones.
Si usted dice que ha comprendido, afirma Lacan, seguramente está equivocado.
Vivir es equivocarse. El problema, por tanto, no suele ser la duda, qué equivocación elegir, sino la certeza. Esa que tanto temía Tabucchi cuando toma cuerpo en la masa presta a atacar.
De modo que equivocados, a-normales y mortales.
Por sus resonancias vuelvo, una vez más, a otra espléndida referencia literaria que, a modo de explicación, ya me gustaría que acompañase a mi antigua fotografía de grupo, como si cada uno de nosotros fuésemos las dispares hojas de un libro inconcluso, atravesado por una realidad incognoscible que lo excede y lo descompleta.
En el prólogo de su libro, Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro explica que el título responde a la heterogeneidad del conjunto de textos que lo forman: escritos que erraban entre sus papeles, sin función ni destino precisos, páginas que no llegaron a encontrar su lugar en otros libros suyos publicados, que no se ajustaban a ningún género y carecían de un territorio literario propio. De ahí que las llamara apátridas: hojas sueltas, fuera de clasificaciones y fronteras, que Ribeyro reunió para darles un espacio común, aunque fuese un lazo de contigüidad.
Y así, lo mismo que esas páginas, con nuestro propio texto encarnado, fuera de la pretendida normalidad, existíamos y seguimos existiendo. Unos sí, otros no. Fingiendo ser quienes somos. Sin creerlo. Y eso sólo pasa por una anomalía, la de tomar en serio, uno por uno, la mayor parte de nuestro discurso interior.
Francisco Cervilla
Madrid, marzo, 2023
@cervillasfj
Querido colega…volvimos a coincidir en el mismo espacio, casi las mismas caras (algunas más)….con las voces de Vicente y Carmen haciendo-nos lazo…quizás (incluso y sin saberlo) anudando algo.
«El psicoanálisis no es una terapeútica como las demás. Lo que marca a un psicoanalista es que su causa es el saber de lo insabido de un humano y su “obra” – si así pudiera llamarse- es provocar la elaboración del saber inconsciente particular de un sujeto, como vía para alcanzar su “ser propio”. El “ser propio” se expresa en un deseo singular que no está escrito en ningún saber del Otro, y que no estará ya más secuestrado por las Demandas del Otro».
(Carmen Gallano Petite.»De lo insabido que hace saber»)
HERMOSO TU ESCRITO. GRACIAS.BESOS
Conchi
Conchi! Hasta hasta cinco meses más tarde no he leído tu comentario, porque no me llegó el aviso.
Un placer verte. In fuerte abrazo