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«Las mujeres felices son una quimera»: asesinatos en Madrid con desolados personajes

Horacio Otheguy Riveira.

Un Madrid en negro con policía veterano, avispado y duro. Hasta ahí, un básico de arranque, pero pronto, el escritor Alonso Guerrero indaga en constantes vitales de urbanitas obsesos, y da con un grupo de gente en peligro y a su vez peligrosa, gente prendada de una existencia virtual: anónimos que navegan en una Web donde podrían convertirse en otros seres, pero apenas si alcanzan a respirar una neurosis que en algunos casos rompe amarras para entrar de lleno en el asesinato…

Las mujeres felices son una quimera, de Alonso Guerrero, aunque recibió el Primer Premio Internacional de Novela Jurídica del Ilustre Colegio de Abogados de Granada (ICAGR), entra muy sutilmente en el mundo jurídico, de manera que la mayor parte de sus historias cruzadas inciden en una obra policiaca con notable carga de trastornos psicológicos.

La historia comienza cuando un hombre de treinta y ocho años aparece colgado en un árbol, pero el forense demuestra que antes de matarlo se ensañaron con él. No es un suicida, sino una víctima: un clavo de veinte centímetros atraviesa su cabeza de oreja a oreja.

Enrique Lahoz, inspector de la policía judicial es el protagonista. Un lobo estepario apodado por sus compañeros El fantasma, que lleva veinte años en el Cuerpo, quince sin ponerse el uniforme y diez sin aparecer por la Comisaría de Madrid a la que está adscrito, porque trabaja solo, siempre en los casos más extraños. Esta vez, Lahoz ha de desentrañar un complejo caso en el que se suceden una serie de asesinatos cuyo modus operandi perfila al criminal como un auténtico serial killer.

En un escenario de ambientes sórdidos y personajes siniestros que discurren por los extraños clubes de la Deep Web —la zona oscura de internet—, el autor hace gala de sus habilidades narrativas para tejer una trama con muchos giros y final sorprendente.

«[…] Bien entrada la tarde fue al escenario del crimen. Lahoz supuso que de madrugada el lugar debía parecer fantasmal. Estaba entre las avenidas del Ventisquero de la Condesa y la del Cardenal Herrera Oria. Era un parquecito con pocas luces. Una de las farolas estaba fundida. La policía científica no había encontrado colillas ni retazos de ropa. Tampoco había cámaras que cubriesen el lugar. Lo había comprobado. El asesino sabía que el mundo está lleno de ángulos muertos. Todos los que se enriquecen han encontrado alguno. Esto Lahoz lo decía sólo cuando Collins era los oídos del Comisario Jefe, y el Comisario Jefe sólo rendía cuentas ante esos personajes desconocidos que, desde un despacho de trescientos metros cuadrados, oculto en algún ángulo muerto, manejan la totalidad de lo real.

Llegó al árbol donde encontraron al ahorcado. Los árboles eran los lugares más convencionales para colgar a alguien. Hasta los suicidas los tenían en cuenta. El tronco estaba bastante inclinado, era fácil subir a él. Sólo eso. El escenario del crimen estaba limpio como el historial de la Virgen María. Lahoz tomó el metro para volver a casa. Le gustaba ir en metro. Miraba a la gente como si el vagón fuese del Orient Express, y estuviese repleto de culpables. Siempre pensaba que seguramente fuera así. En cada uno de aquellos teléfonos móviles se exhibía la vida de quien lo poseía. La policía lo tenía cada vez más fácil. La policía y las multinacionales […]».

*** *** ***

«[…] Se llama nomofobia —explicó el psiquiatra—. Al menos ese es el nombre que le han puesto los foros de psicología. Miedo a no estar conectado. Está en todas las guías turísticas de la enfermedad mental.

—Ya. La enfermedad de los imbéciles.

—En realidad no se sabe si es una forma de disfrazar el miedo a la soledad, o un intento de definir el miedo a otra soledad diferente, puesto que los que padecen nomofobia ya están solos. Necesitan tender puentes entre ellos, conscientes de lo insoportable que resulta el aislamiento, tan insoportable como acercarse a los demás de una manera más directa… ¿Sabe quién mató a Anselmo Cortés?

—¿Cómo deduce que es un asesinato?

—Anselmo Cortés tenía buena salud.

—¿Diría usted que lo asesinó alguno de los otros…?».

Una novela sembrada de aciertos, tanto literarios como extraliterarios. Entre los primeros: la riqueza en el diseño de los personajes, los diálogos que concilian buen ritmo y aportes valiosos en el argumento; al margen, hay muy interesantes citas literarias y cinematográficas que, en ningún caso perjudican el acertado discurrir del conjunto.

Alonso Guerrero es escritor y profesor, nacido en 1962. En 1982 gana el premio Felipe Trigo de narraciones cortas con «Tricotomía», y en 1987 el Navarra de novela con «Los años imaginarios».

Muestras de sus incursiones en el cuento son «El hombre abreviado» (1998), «Fin del milenio en Madrid» (1999) y «De la indigencia a la literatura» (2004). La novela también le llevó a experimentos como «Los ladrones de libros» (1991), «El durmiente» (1998), «El edén de los autómatas» (2004), «Doce semanas del siglo XX» (2007) o la narración futurista «Un palco sobre la nada» (2012). Además, de una reflexión sobre el oficio de escribir ha resultado la guía «La muerte y su antídoto» (2004).  Sus últimos libros han sido una novela sobre los atentados del 11-M en Madrid, «Un día sin comienzo», la narración «El mundo sumergido» y la novela «El amor de Penny Robinson» (Berenice, 2018), que se convirtió en un gran éxito de ventas, al crear una autoficción sobre su tortuosa etapa acosado por ciertos medios de comunicación, tras la separación de su esposa, la hoy reina Letizia.

Ha ejercido la crítica literaria y el periodismo de opinión. Es profesor de Lengua y Literatura en un instituto de Madrid.

Con el ritmo intenso de un thriller, se narra el acoso a un padre de familia por parte de medios de comunicación sin escrúpulos. Una novela que vuela con alas propias, con el fondo verídico del conflicto del autor, ex de la hoy reina Letizia.

Las primeras líneas de esta excelente novela —muy libre autoficción— deja clara su línea argumental:

«Por razones que no vienen al caso, perdí mi vida privada entre las nueve y las diez de la noche del pasado doce de noviembre, día de mi cumpleaños. Digo perdí, pero en realidad me la arrebataron de un zarpazo. Desde entonces no he vuelto a pisar con negligencia los lugares públicos, ni contemplo los atardeceres sin que me separe de ellos una cortina de teatro. Y todo porque un desconocido me sacó una foto con un teléfono móvil, desde el otro lado del cristal de un escaparate…».

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