El caftán azul (2022), de Maryam Touzani – Crítica
Por José Luis Muñoz.
Pocas veces el cine ha llegado a un nivel de exquisitez en todos los niveles como sucede en la película de la directora y actriz marroquí Maryam Touzani (Tánger, 1980) El caftán azul. Habría que remontarse, quizá, a El espíritu de la colmena y a El sur de Víctor Erice para saborear ese grado extremo de sensibilidad.
A través de la confección artesanal de ese caftán azul al que alude el título, la directora de Adam nos adentra en el universo amoroso que se fragua en una pequeña sastrería de la medina de la ciudad costera de Salé. Al pequeño negocio, heredado de su padre, que regenta Halim (Saleh Bakri) y su enferma esposa Mina (Lubna Azabal), se incorpora el joven aprendiz Youssef (Ayoub Missioui) que enseguida capta la atención del dueño. Entre esos dos hombres surge una pasión contenida que contará con la complicidad de Mina sabedora desde hace tiempo de la orientación sexual de su esposo.
Tema espinoso el que trata la directora marroquí, el de la homosexualidad, máxime en un país islámico tan tradicional como es Marruecos que demuestra una cierta tolerancia al haber seleccionado el film, tras sus premios en los festivales de Cannes (premio Fipresci) y Valladolid (mejor actriz), para representar a su país en la carrera de los Oscar. El caftán azul es un film dotado de una sensibilidad extrema, sabe jugar con las miradas y mínimos gestos de sus actores para sugerir, mejor que mostrar, ese universo apasionado y prohibido que une a esos dos hombres ante la mirada comprensiva de una esposa que conoce los secretos de su marido.
El caftán azul mantiene a lo largo de sus algo más de dos horas la textura suave de las telas de seda y algodón que acarician las manos del sastre. El caftán, le dice Amir a una de sus jóvenes clientas que se prueba uno, debe rozar la piel, ser tan suave como ella, su prolongación. Maryam Touzani sabe captar y realzar hasta el más mínimo detalle en esta película sensorial que entra por los ojos, gracias a una fotografía exquisita y cálida de Virginie Surdej, con colores vivos y luces tamizadas, y el sonido bullicioso y vital de la calle, su música y el graznido de las gaviotas, que entran por las ventanas abiertas de la vivienda del matrimonio y está siempre presente como fondo sonoro de todas las secuencias diurnas.
La directora marroquí hace de la sutileza y la elegancia su código cinematográfico. Mina sorprende una mirada fugaz, de un segundo, de su esposo a la espalda desnuda del joven y bello Youssef cuando este se cambia en la tienda en su primer día de trabajo (el deseo a primera vista). Halim, que se asea en un hamman, el baño público al que acude cada semana, sigue a un hombre hasta un cuarto privado (consumación del acto carnal). Halim hace el amor a Mina, ante su insistencia (pero, por su mirada ausente, sabemos que tiene al joven Youssef). Las mandarinas que ruedan por el suelo (la enfermedad de Mina, su primer desmayo).
Maryam Touzani construye su película con la misma delicadeza que los pespuntes de las manos de Halim, cosiendo los bordados dorados en el caftán, que se rozan con las de Youssef, y traslada al espectador a ese universo sensorial que recrea en ese escenario reducido de la sastrería en donde afloran esos amores cruzados entre Mina y Youssef, y de los tres por un trabajo que aman. Poesía visual la que utiliza la directora para tejer este tapiz de amor homosexual, canto a la vida y a la esperanza después de la muerte, brillante cinematográficamente hablando, valiente en su fondo, extraordinariamente bien interpretada por Lubna Azabal, la actriz belga de origen español y marroquí protagonista de Incendies de Denis Villeneuve, y los actores Saleh Bakri y Ayoub Missioui entre los que reina una química extraordinaria.
Hay escenas conmovedoras a lo largo de la película que señalan momentos culminantes: el baile de ritmo rifeño que empieza Mina, al escuchar la radio de un vecino a todo volumen que sube de la calle, y consigue que se añadan Halim y Youssef; Halim pidiendo perdón a su esposa por no ser un buen marido al no poder reprimir sus tendencias homosexuales y ella diciéndole que es el ser más maravilloso que ha conocido; Mina animando a Halim a no arrepentirse de ningún amor; Halim acariciando la cicatriz del pecho amputado de su mujer; o ese broche final con el que la directora cierra el bucle de ese caftán azul que se convierte en una metáfora amorosa, principio y final de una gran película.
De vez en cuando el cine se convierte en arte, además de entretenimiento. El caftán azul es un hermoso y vivo ejemplo de ello. Para paladares exquisitos y mentes abiertas.
EL CAFTÁN AZUL
Una película marroquí de las que nos perdemos, por desconocimiento, los espectadores que acudimos a dos o tres películas visionadas semanales. Un filme con el que la crítica oficial se solaza con sus ropas de comentarista de Festival para crear iconos de época y creer que se descubren nuevas formas de arte cinematográfico, creando legión de seguidores o de acérrimos opositores al arte fílmico. La suerte, se suele decir, va por barrios. El espectador de cine cultivado en los clásicos y en el cine tenido hasta ahora por clásico, por cine-cine, por cine de siempre, no tiene suerte. El cine busca nuevas formas de acercamiento al público, pero parece que el resultado es un mayor alejamiento (ver “Titanio”).
El amor es vida; siempre lo ha sido. Las historias de amor, en cualquier etapa de la vida, en cualquier lugar, siempre han buscado acomodo en el sentir de los públicos. El amor siempre ha conmovido hasta los corazones más secos y agrietados. Esta vez y con fondo marroquí, una directora apenas conocida para el público que ojee esta reseña, nos presenta una historia de amor maduro entre adultos y, a la vez, una historia de dolor personal en la enfermedad del dolor de la pareja frente al dolor no acompañado por la naturaleza, de pasión juvenil entre corsés colectivos de represión.
Halim y Mina, matrimonio marroquí, han iniciado el invierno de su andadura amorosa. Viven en la ciudad de Salé, una de las más antiguas de Marruecos y tienen su negocio en la medina. Han convivido con un secreto: la homosexualidad de Halim. Al mismo tiempo a Mina le viene consumiendo la enfermedad (cáncer de mama en fase terminal). A la tienda entra como aprendiz un joven que va a activar a la pareja de veteranos.
En la vida de los adultos siempre hay algo oculto sobre quién se es en el fondo y quién se intenta ser socialmente. El estatus y el rol. Al mismo tiempo se muestran o se disponen tradiciones por respetar y otras que deben ser arrinconadas. Mina es la matriarca dominadora dentro de su fragilidad. Halim no sabe o no quiere enfrentarse al mundo; con su pasión como sastre se protege del mundo exterior. Así compensa la equivocación de la naturaleza (su homosexualidad). Tal vez la protección de Mina debilita al esposo, pero piensa que cuando ella no esté, él necesitará otra protección. El filme resulta excesivamente teatral y de exigencia minuciosa, inquisidora, con el espectador que busca un cine menos tenso. Eso sí: la película es una lección completa de gramática fílmica; cada momento tiene su lectura. El plano final del cementerio invita a quedarse en la butaca hasta que funde. Cinéfilos, parada obligatoria; los que buscan acción y movimiento vean en otra sala.