Bukowski: el hombre que se inventó a sí mismo
José Luis Trullo.- En los tiempos que corren, tan importante -e higiénico- resulta deconstruir los mitos oficiales como someter a implacable revisión los discursos que se presentan a sí mismos como antimíticos. Fatídicamente, acaban componiendo dos caras de la misma moneda.
Pensemos en el culto actual al antihéroe. El panteón literario de malditos y excluidos está, a día de hoy, tan colmatado como el oficial, e ingresar en el mismo requiere una similar acreditación de méritos, eso sí, negativos. Haber sido maltratado durante la infancia, alcohólico, homosexual o miembro de cualquier otra minoría, por ejemplo, tiene bonus. Si, además, el autor en cuestión ha sido rechazado por la crítica convencional, ninguneado por la Universidad, proscrito por las editoriales o perseguido por alguna razón por la ley (robo, estupro, incluso asesinato: todo vale, en este carnaval de la santidad inversa), ya se encuentra al borde mismo de la canonización. En eso consiste la beatería beat: los buenos somos… nosotros, los malos.
Desde hace cierto tiempo Charles Bukowski forma parte de esta galería de decorosas monstruosidades. Cuenta con no pocos argumentos para postularse en uno de los cardenales de la nueva Ortodoxia Heterodoxa: alcohólico, mujeriego, putero confeso, deslenguado, procaz, ludópata, desempeñó toda clase de oficios subalternos (hace unos años, eso sumaba; ahora, resta), fue víctima del desprecio de la sociedad presuntamente biempensante… ¡incluso le investigó el FBI de John Edgard Hoover! Una perita en dulce para los gafapastas quienes, no se sabe bien por qué, adoran justo aquello que pone en cuestión su estilo de vida, su credo personal. Tal vez no se trate más que de la sempiterna atracción que siente la «gente decente» por todo aquello que, en apariencia, se le escapa…
Juan Corredor nos presenta en Charles Bukowski. Retrato de un solitario una implacable radiografía, una auténtica refutación del mito que Bukowski construyó acerca de su personalidad real, de su vida vivida, ofreciéndonos, en un formato más ensayístico que estrictamente biográfico (son numerosos, abruptos y en ocasiones desconcertantes los saltos temporales) una visión que se intuye fiel, descarnada, de uno de los santones del malditismo posmoderno. Así, podemos leer: «Los analistas han querido ver un vagabundo borracho donde sólo había un fondo burgués y provinciano de trabajo y rutina» (pág. 50). Y aporta los datos que lo corroboran: «Pocas veces estuvo sin empleo y perteneció durante doce años al Servicio Postal de Estados Unidos. O los críticos son muy simples o la literatura de Bukowski es más seductora de lo que aparenta».
En efecto, lo que se deduce a medida que se avanza en la lectura del libro es que, en sus relatos, el autor de Cartero, Factotum o La máquina de follar, tras una apariencia de cruda confesionalidad, a menudo no nos entregaba más que fantasías alimentadas por el resentimiento del adolescente tímido que nunca dejó de ser. Allí donde leemos proezas sexuales, se ocultaba un amante mediocre cuyas «conquistas no terminan de quedar a gusto en la cama» (pág. 129); allí donde se nos muestra un díscolo ciudadano que refuta el deber bíblico de trabajar, nos encontramos con un tipo que, para poder escribir, debe imponerse a sí mismo un horario laboral… y así se acumulan decenas de paradojas, a cual más pintoresca, a cual más chusca.
Que Bukowski perseguía una idealización catártica de una existencia gris y hasta patética queda avalado en que se convirtió a sí mismo en personaje literario: en (anti)héroe de… ficción. Henry Chinaski, alter ego del autor, protagoniza algunas de sus obras más reputadas, en cuyo odre vierte con desparpajo todos los atributos que él mismo no se atrevía a encarnar en la vida de todos los días. De tanto mentir en formato literario, el autor acabó haciéndolo en el mundo real, llegando a falsear sin tapujos los detalles de su nacimiento para ornarlo con una historia más picante y arrabalera. Se presentaba como adalid de los desarrapados, las prostitutas y los mendigos, pero él era millonario. Corredor concluye con palabras que no dejan lugar a dudas: «Su afición a la marginalidad es impostada y está respaldada por una cuenta de ahorros» (pág. 117).
Aun así, qué duda cabe que Bukowski es un buen escritor, un excelente narrador y un magnífico poeta. (Corredor incluye al final del libro una breve antología de textos que confirman algo que todo el mundo sabe: que detrás de un personaje de cartón había un creador de piedra). Una cosa no quita la otra. Eso sí, en el momento en que Bukowski dejó de ser, simplemente, un autor literario para postularse, y ser aceptado, como epítome de valores en cuya eficacia no creía, empezó la leyenda que Corredor ha tratado de, y conseguido, desenmascarar. Una loable tarea higiénica que no le podemos dejar de agradecer.