Libertad e igualdad: la imposible simbiosis
José Luis Trullo.– El título de esta breve nota ya es toda una declaración de intenciones: soplar y sorber, no puede ser. Veamos los argumentos que tratan de sostener esta afirmación, hasta ahora meramente intuitiva.
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros», reza el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Suena estupendo: recuerda a la revolucionaria proclama en defensa de «la libertad, la igualdad y la fraternidad» de 1789. Enseguida, sin embargo, caemos en la cuenta de que falta gravemente a la verdad: según en qué país nazcas, gozas de una mayor o menor libertad, de unos u otros derechos, o incluso aquellos que se te reconocen raramente se traducen en realidad concretas y materiales.
Esta es sólo una de las muchas perplejidades que nos asaltan en cuanto tratamos de profundizar algo más, y descender del magnífico cielo de las buenas palabras a la tierra de la cruda realidad.
Y es que, ¿qué significan estos conceptos, y por qué resulta tan difícil llevarlos a la práctica, si todo el mundo está de acuerdo en que sería deseable que rigiesen nuestra convivencia en sociedad?
Tal vez el origen del problema resida, precisamente, en que libertad e igualdad son dos polos que no sólo no se atraen, sino que se repelen el uno al otro.
Empecemos por la libertad. ¿En qué consiste ser libre? En principio, en gozar de un amplio margen de decisión acerca de las materias que nos afectan, de manera que libertad sería, ante todo, libertad para elegir. Esta facultad, propia de cada persona, le vendría dada por el mero hecho de ser humano, puesto que la vida del individuo consiste en resolver encrucijadas, en decantarse por una opción y desechar las demás. Como es notorio, las oportunidades para abdicar de la propia libertad, o de ver cómo los demás nos la coartan, son muy grandes, y comprometen nuestro margen de decisión a cada momento. Sea como fuere, la libertad en cierto modo nos enfrenta a nuestro entorno (en el sentido menos beligerante del término: nos pone cara a cara con él), y también nos aísla. La libertad es, en última instancia, una fuerza centrífuga, y aunque no cabe duda de que para ser libres en muchas ocasiones nos conviene reducir nuestro espacio personal para aliarnos con nuestros semejantes, lo más probable es que decidir de manera autónoma y soberana nos acabe alejando de ellos. Ser libre es morir solo, se lamentaba Erasmo de Rotterdam, y tal vez no le faltaba razón.
La igualdad, por el contrario, es una fuerza centrípeta: arrastra a los individuos, que por naturaleza tienden a buscar cómo prosperar cada uno por su cuenta (de acuerdo con el célebre «sálvese quien pueda», biológicamente inatacable), hacia un centro compacto en el cual todos atesorarían los mismos derechos y deberes. Esta homología es uno de los sueños de la moderna Ilustración, aunque puede rastrearse su origen más o menos remoto en el cristianismo: todos somos hijos de Dios, es decir, hermanos, y como tales debemos tratarnos, consumando así esa otra utopía de la fraternidad en cuanto mutua responsabilización de los humanos entre sí. «Amaos los unos a los otros», ordenó Jesús de Nazaret. «Sed buenos ciudadanos», nos piden los ilustrados: «obedeced las normas, respetad a vuestros vecinos y seréis felices».
Ahora bien, ¿cómo se resuelve la tensión implícita entre la fuerza centrífuga de la libertad personal y la fuerza centrípeta de la igualdad social? Pronto descubrimos que, mientras que la primera es un impulso atávico que llevamos inscrito en los genes, la segunda se nos antoja sobre todo un desiderátum ideal, casi ideológico. Ser iguales, cuando no conlleva el derecho de todo individuo a ser tratado como tal, o sea, a no ser discriminado por aspectos acerca de los cuales no ha podido «decidir» (raza, origen social, discapacidades congénitas), o sobre aquellos que, precisamente al elegirlos, le han permitido desarrollarse plenamente como persona (ideología, creencias religiosas, orientación sexual), parece invitar de manera casi inevitable a restringir, incluso de forma coactiva, la libertad personal. De este modo, la «igualdad» social entre los ciudadanos implícita en el programa político de la socialdemocracia pasaría, necesariamente, por la imposición de fuertes restricciones a la plena «libertad» económica de la que querrían gozar los agentes económicos.
Que la libertad y la igualdad, tan seductoras en el plano conceptual, chocan de continuo en el escenario material, no es fruto de una mera dialéctica incidental que tarde o temprano acabaría resolviéndose en algún tipo de acuerdo de mínimos (tal y como sería, de nuevo, el sueño de la socialdemocracia, al tratar de equilibrar las consecuencias negativas de la libertad económica con las medidas «correctoras» de la redistribución de los recursos, vía políticas públicas). No, la libertad y la igualdad se repelen como el agua y el aceite. Lo vemos todos los días, en cualquier ámbito de la vida: excepto en casos de gregarismo supino -que, en las sociedades humanas de todas las épocas, haberlo, haylo, y en grandes cantidades- en cuanto alguien trata de ser «él mismo», se diferencia de los demás, es decir, deja de ser igual… a menudo, para su desgracia.
Esto es así porque la igualdad es -o debería ser- un mero marco instrumental, un repertorio de salvaguardas de la libertad material de cada cual; en cuanto abandona ese papel profiláctico para erigirse en proyecto de articulación absoluta de la sociedad, degenera en totalitarismo. El siglo XX, sin duda alguna, fue en este aspecto el más «igualitario» de todos: fascismos y comunismos se entregaron de manera sistemática y monstruosa a laminar la libertad personal de todos los ciudadanos (incluso de sus propios partidarios), a la que acusaban de atentar contra la homogeneidad de la sociedad perfecta que estaban decididos a imponer. Para los totalitarios de cualquier época y de cualquier signo, ser iguales es la única forma de ser libres: vivir de acuerdo con la propia conciencia -al precio que sea- se considera, pues, un crimen de lesa igualdad, y merece ser penado de manera implacable.
No estamos descubriendo nada, al poner en duda que libertad e igualdad puedan formar parte, al unísono, de un programa político viable. De lo que sí estoy convencido es de que la insistencia, en ciertos ámbitos de pensamiento actuales, en la igualdad como horizonte absoluto de la convivencia humana no hace presagiar nada bueno. Toda aquella apelación a la igualdad que no pase por imponerle restricciones también a ella, en defensa de la inalienable libertad de cada cual, tarde o temprano tendrá que enfrentarse a un abismo decisional… el cual, me temo, no tendrá ningún reparo en saltar. Ya ha pasado en otras épocas de la historia, y nada nos permite excluir que pueda volver a pasar.
(Este texto fue publicado previamente en el blog del autor, Desde la inopia).