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Los chicos del coro: la música al servicio de la inocencia y la imaginación

Por Mariano Velasco

Las escenas primera y última de Los chicos del Coro —el musical que versiona para el teatro la aclamada película del mismo título—, poseen una fuerza conmovedora. Ambas giran en torno a ese maravilloso y tierno personaje que es Pepín, el chiquitín de internado, y evocan la infancia en todo su esplendor. Sin duda, la etapa más bella y añorada de la vida, donde todo está por descubrir y donde, aun así, no siempre todo tiene que ir bien, también puede ir desastrosamente mal, pero en la que siempre tenemos a nuestra disposición fortalezas a las que agarrarnos. En este caso, sobre todo dos: la inocencia y la imaginación.

 

Se diría que Pepín, que imagina inocentemente la llegada de un papá que no existe un día sábado que tampoco existe, tiene todas las papeletas para convertirse en la persona más desgraciada del mundo. Y sin embargo, casi apostamos por que va a ser un niño feliz. Del resto de los miembros del coro no sabremos más, pero nos basta este encantador pequeñín como ejemplo de lo que durante la infancia —luego, ya el asunto se vuelve más complicado— se puede llegar a conseguir con solo esas dos poderosas armas.

Y si encima nos toca en suerte una ayudita más, que no todo van a ser desgracias, miel sobre hojuelas. El arte en general y la música en particular son en esta historia los instrumentos que ayudan a potenciar ambos pilares a los que estos pobres niños se agarran con todas sus fuerzas para sobrevivir.

Solo esto, que no es poco, sumado a las maravillosas canciones del coro que tantas veces hemos escuchado y que no nos cansaremos de escuchar, son suficientes argumentos para crear una historia muy atractiva, emocionante y conmovedora, que funcionó tan bien en la gran pantalla como funciona ahora en el Teatro La Latina de Madrid, en esta versión dirigida por Juan Luis Iborra.

Jesús Castejón es Clement Mathieu, el profesor sustituto, que un día llega al internado Fondo del estanque —¡caray con el nombrecito!— para enfrentarse a la difícil papeleta de, más que enseñar y educar, crearles una ilusión a estos niños víctimas de las consecuencias de la guerra. Difícil más aún cuando él mismo —y Castejón atina a darle a la perfección ese aire entre tierno y desangelado al personaje— no parece tener, de ilusión, ya ni la más mínima, salvo algunos difusos restos que se adivinan entre las carpetas de sus viejas creaciones musicales de compositor frustrado.

No revelaremos nada que estropeé la historia si decimos que el buen hombre lo va a conseguir, y que lo hará precisamente echando mano de la música, no podía ser de otra manera. La crea, la ilusión en los chiquillos, no sin dificultades, y se la llega a crear también a sí mismo, hasta el punto de que vuelve a ocupar espacio en su insulsa vida otra de esas fortalezas de las que echamos mano, en este caso los adultos: el amor. Pero eso ya es otra historia.

Con todo lo dicho, adivinamos que Los chicos del coro va a ser un musical tirando a triste, esperanzador pero triste. Por ello, puede que su reto principal estuviera en no convertir una historia triste en una función aburrida. Y aunque con algún que otro “pero”, la prueba puede darse por superada.

Vamos con algunos de esos “peros”:  se echan en falta en los 125 minutos de espectáculo un mayor número de coreografías musicales coloridas, bailables y pegadizas que todo musical requiere, como la que protagoniza sin ir más lejos el conserje Maxence (interpretado por Antonio M M), hombre para todo, hasta para esto, en un número con los niños muy vistoso y divertido. Porque convengamos que Los chicos del coro es musical para ver en familia, y el público más pequeño es de los que agradecen especialmente la espectacularidad de este tipo de coreografías. Hay también algún que otro diálogo de ritmo pausado que ralentiza en exceso la acción y que parece querer compensarse por otro lado con escenas en ocasiones demasiado concisas, y al final puede que no favorezca ni lo uno ni lo otro.

Se dan en cambio otras situaciones muy bien resueltas, y con sencillez, como la del incendio y la de los avioncitos de papel, que demuestran que no es necesaria mucha  parafernalia para conmover si se sabe dar con las teclas.

Lo que sí que compensa también es el trabajo de los niños, difícil de juzgar individualmente debido al equipo que se va turnando en las representaciones, pero que visto lo visto, solo cabe calificarse de excelente. Y en cuanto al resto del reparto, además de los mencionados Castejón y Antonio M M, Natalia Millán (Violette) es, como siempre, una apuesta segura en cualquier musical; Rafa Castejón está muy en su papel del director Rachin, cumpliendo con la difícil tarea de crear un personaje despreciable y ridículo a partes iguales; Iván Clemente (Mondain) acierta en el papel del alumno malo malísimo, y Eva Diago crea una contundente profesora Langlois, sobradísima de voz y con al menos un par de momentos graciosísimos.

Volviendo para terminar a eso de que Los chicos del coro es sobre todo un musical para ver en familia, cabe resaltar cómo una historia triste como esta puede también enseñarnos y transmitirnos valores tan esperanzadores como que entre tanto dolor y desgracia, si se sabe buscar y se cuenta con la actitud y la ayuda adecuadas, siempre queda, por imposible que parezca, un pequeño rincón para la belleza y, sobre todo, para salir a flote del fondo de estanque.

Los chicos del coro

https://loschicosdelcoro.es/

Teatro La Latina

Director: Juan Luis Iborra

Reparto: Jesús Castejón, Natalia Millán, Rafa Castejón, Eva Diago, Antonio M M, Iván Clemente, Enrique R. del Portal

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