Por Rubén Téllez.

Desde la atalaya de cristal.

¿Desde dónde mira Rubén Ostlund? Ese es el principal interrogante al que se enfrentan los espectadores de El triángulo de la tristeza. Y lo es porque las propias imágenes de la película son incapaces de cuestionar el mundo que, se supone, pretenden retratar y, por ello, las preguntas que le hacen a los integrantes de la platea son inexistentes: el espejo que debería reflejar todo aquello que el público no quiere mirar, aquellas sombras a las que, consciente o inconscientemente, le da la espalda, está truncando, no es más que una fotografía osificada que pretender proyectar un torrente de realidad que pronto se desvela puro trampantojo. Finalizada la proyección de la cinta, sólo una pregunta sobrevuela la mirada del espectador: ¿desde dónde mira Rubén Ostlund? El cineasta sueco, en sus primeras películas, solía utilizar la cámara como un microscopio con el que amplificaba las desvergüenzas de sus burgueses protagonistas después de haber derruido sus máscaras, después de haber roto las costuras del telón cotidiano que ocultaba la violencia y las injusticias que sostenían su día a día. Dicha violencia permanecía oculta bajo una calma aparentemente inquebrantable, bajo la pomposidad que marcaba sus formas de hablar y relacionarse, bajo una serenidad afectada que tenía como principal objetivo camuflar la agresividad verbal y gestual con la que intentaban mantener el orden de su rutina. Había en dichas obras, además, un humor negro que no funcionaba como disolvente de las hipocresías de los personajes, cuya finalidad no era desnudar sus mentiras y abusos, sino desactivar el proceso de deconstrucción de su imagen de la realidad que el director llevaba a cabo. En cierto sentido, Ostlund, a través de la comedia, insinuaba que sus criaturas eran inherentemente ridículas y crueles, que su condición de burgueses biempensantes no formaba parte del núcleo del problema, y, así, contribuía activamente a desmontar su propio discurso.

            El triángulo de la tristeza es la única desembocadura lógica en la que podía derramarse la vertiente principal de su cine: de imágenes maximalistas y exageradas, de composiciones de trazo grueso, de un humor grave y poco trabajado, la película se lanza en brazos de la parodia totalitaria para, en un gesto de pura coherencia para con sus antecesoras —The Square a la cabeza—, naturalizar las injusticias del sistema capitalista y exculpar a sus protagonistas de sus actitudes y comportamientos clasistas, racistas y machistas. La estructura de la cinta no tiene sino la finalidad de lanzar argumentos y contraargumentos —imprecisos e inconsistentes— sobre un mismo tema —la desigualdad del sistema— para ir anulando cualquier atisbo de pensamiento crítico, cualquier mínimo amago de cuestionamiento de la realidad, cualquier gesto que anuncie un ejercicio de indagación. Ostlund dice una cosa y la contraria, esboza una idea y luego la desecha para entretenerse jugando con su antónima: la tesis que subyace bajo su estrategia es clara: no se puede llegar a ningún tipo de verdad ni conocimiento a través del arte. Sus modelos e influencers, sus oligarcas, sus magnates tecnológicos, sus traficantes de armas; sus representantes del capitalismo son criaturas profundamente desagradables, sus rasgos están exagerados para que los espectadores se rían de ellos, y el acercamiento al funcionamiento de los mecanismos que sostienen su pensamiento y su forma de vida es inexistente. “¡Reíros de ellos!”, clama Ostlund desde su atalaya de cristal, “son ridículos”. El cineasta observa a sus personajes desde las alturas de su torre de marfil, enfatiza su —ya de por sí enorme— estupidez y los transforma en meras marionetas al servicio de una comedia que no desvela nada del mundo, que únicamente ilustra su tesis sobre la inmovilidad de las cosas.

            Y sí, el público se reiría encantando de esos ricachones egoístas y avariciosos, si las imágenes tuviesen un mínimo de gracia, si su expresividad y su potencial discursivo no se viesen enclaustrados por las formas marcadamente simplistas y demagógicas de la puesta en escena. Pese a todo, el principal problema de la cinta no puede apreciarse en toda su envergadura hasta la llegada del tercer acto. Es entonces cuando Ostlund coloca en el primer término del plano a los personajes de clase obrera que trabajaban en el barco para convertirlos también en caricaturas de las que los espectadores se puedan reír. La mezquindad de la estrategia —no es lo mismo parodiar y burlarse de los victimarios del sistema que de sus víctimas— alcanza su máxima expresión cuando explicita con total descaro su papel de demiurgo forzando las actitudes y comportamientos de una de las empleadas explotadas dentro del crucero para asemejarlos a los tiránicos comportamientos y actitudes de los millonarios. Los trabajadores no se diferencian en nada de los oligarcas y de los burgueses; la clase social no importa, tampoco el género o el color de piel, afirma el director, todos los seres humanos somos igual de crueles, no es el sistema el responsable de las injusticias, sino las personas, porque la única diferencia entre opresor y oprimido es que el primero tiene el poder y por ello lo utiliza de forma abusiva ¿Desde dónde mira Ostlund? La respuesta es sencilla: desde arriba, desde una posición superior que le permite utilizar a sus personajes como marionetas a través de las cuales reafirmar el orden del mundo, legitimar a los poderosos y justificar un sistema estructuralmente injusto. La única diferencia entre sus primeras películas —Involuntario— y El triángulo de la tristeza es que en esta última ya ni se esfuerza por ocultar su reaccionaria visión del mundo.