El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund – Crítica
Por Rubén Téllez.
LA GRAN VOMITONA; o el absurdo reflejo de lo desmedidamente absurdo.
Como el que convierte un beso bañado en oro en una moneda de cambio que le permita escalar puestos en una pirámide social tan comprimida, exigente y asfixiante, como finalmente inhumana, así se podría definir el comportamiento de los protagonistas de El triángulo de la tristeza, cinta con la que Ruben Östlund se alzó con la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes.
Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean), una pareja de modelos-influencers, emplean su ilimitado tiempo en asistir a los castings y las pasarelas de las grandes firmas de moda; en discutir, larga y extendidamente, sobre quién debe pagar la cuenta en un restaurante, aportando argumentos tan actuales como a veces ridículos; en acudir de gorra a un crucero de lujo en el que rusos capitalistas, yanquis marxistas y ancianos traficantes de armas hacen gala de sus riquezas y sus defectos. Todo ello bañado por la prepotencia del que se sabe superior al resto, por la vanidad que siente aquel que ve cómo día sí y día también su físico es adulado por millones de personas, por la indiferencia que le produce el mundo real a alguien que vive en una burbuja decorada con diamantes y silicona.
Fue Valle-inclán quien dio, con Luces de bohemia, el pistoletazo de salida del género literario conocido como esperpento, que consistía en deformar exageradamente la realidad para, primero, convertirla en el blanco de las carcajadas y, más tarde, devolver una imagen suya que condensase y retratase los problemas sociales, políticos y éticos de la época. Algunas de las características principales de dicho género son la degradación de los personajes, que terminan convertidos en meros signos, el abuso del contraste, la apariencia de burla, la caricaturización de la realidad y la intención satírica como eje de la lección moral. Siguiendo dichos parámetros, se podría considerar El triángulo de la tristeza como una cinta esperpéntica, siempre en el mejor sentido de la palabra.
La idea es poner una lupa de cristal cóncavo sobre unos personajes que poco a poco son consumidos por el propio sistema que les ha encumbrado para mostrar las carencias, contradicciones, desigualdades y tonterías que sostienen su algodonado suelo. El cineasta sueco convierte a un grupo de ya de por sí excéntricos millonarios vendedores de mierda (es literal) en unos monos ebrios de poder que ven cómo papá dinero les concede todos sus caprichos infantiles y, en el proceso, aumenta su soberbia, su arrogancia y su desfachatez, ofreciendo así algunas de las mejores escenas cómicas del año, gags verdaderamente mordaces disparados con metralleta que tienen como única finalidad no dejar pollo con cabeza.
Östlund, como ya hiciese Ferreri en La gran comilona, castiga a un estrato social obsesionado con ocultar cada pequeña imperfección física con un baño de fluidos corporales tan escatológicos como humanos, recordándoles que detrás del maquillaje, el bronceado de máquina y los vestidos de alta costura sólo hay un grupo de personas tan vacías como imperfectas que desconocen el significado de la palabra civismo. Lejos de lo que se pueda pensar, cada chiste, por muy exagerado, maniqueo y ridículo que pueda parecer, tiene una reflexión muy aguda que, al mismo tiempo que lo sustenta, le otorga un toque trágico por tener unos cimientos muy reales, por señalar directamente el abismo amenazante, por ser un reflejo del propio espectador.
El dos veces ganador de la Palma de Oro mantiene la habitual elegancia de su puesta en escena, siendo esa distancia tan prudencial como a veces condescendiente con sus personajes uno de los ejes que sostienen la película. Mención especial para los actores, tanto Woody Harrelson, Harris Dickinson, como Charlbi Dean (fallecida meses después de presentar la cinta en el festival galo), dotan de matices a unos personajes que en manos de otros habrían caído en la parodia facilona, en la interpretación desmedida dentro de lo desmedido, en el gesto histriónico que hace vomitar por gula al propio exceso.
Desde la belleza más incontestable, pasando por la habitación decorada de la forma más barrocamente opulenta, hasta llegar a los pendientes, por estar teñidos de sangre, más elegantes, son reducidos a un pequeño y absurdo montón de polvo cuando se ven reflejados en el espejo deformado de Östlund, de Valle-Inclán, demostrando así que el que convierte un beso bañado en oro en una moneda de cambio que le permita escalar puestos en una pirámide social comprimida, exigente y asfixiante, no es sino la representación física más diáfana de esos rincones tan absurdos como inhumanos que oculta el sistema.