«La dureza del aire», de José Luis Fernández Hernán
Por María Jesús Mingot.
El lema bordado en el anillo de esposada de María Estuardo, «En mi fin está mi principio», constituía el verso final de «East Coker», el segundo de los Cuartetos de Eliot. Su primer verso rezaba: «En mi principio está mi fin», y el último concluía que «En mi fin está mi principio» apelando a ese misterio del tiempo en el que arraiga La dureza del aire, una obra que reivindica y se hace cargo de la tarea genuinamente humana de contraponerse al olvido.
Dar poéticamente un tiempo al tiempo es la gran tarea emprendida por José Luis Fernández Hernán. En su evocación hay siempre una interrelación profunda entre memoria, imaginación, emoción y pensamiento. A lo largo de sus páginas van saliendo a la luz los muertos de su vida, tantas vidas latiendo en la suya; y en esa narración evocadora y recreadora la emoción se aúna al discurrir reflexivo. “Ser es, esencialmente, ser memoria”, escribía Emilio Lledó, y en ese sentido cada hombre es un relato único e intransferible, y su identidad se asienta sobre una narración interior. El poeta comparte con nosotros la suya, su narración, su relato de aliento conmovedoramente poético, dejándonos asistir a esa lucha o conflicto recurrente entre memoria y olvido, entre vida y muerte. El recuerdo ocupa aquí un papel central precisamente por la sorda omnipresencia del olvido. Si toda existencia es una experiencia constante de pérdidas y despedidas, tal vez encontremos en la escritura, en la memoria poetizada, el camino para aplazar la soledad, y el destierro que es nuestro destino. La memoria, fecundada por la creación poética, se presenta así como ese cauce recreador y transfigurador que permite al hombre rozar la eternidad rescatando y liberando el pasado, desanudándolo.
La mirada del poeta vislumbra lo que pocos ven, el agua que fluye, la fuente de la que mana la magia de la vida, sus fuerzas misteriosas, sus mensajeros o enviados escurridizos e inaprensibles. Teje una lectura de la vida en la que el asombro toma la palabra, donde todo parece por escribir y las cosas son mucho más de lo que nuestros esquemas pragmáticos y consuetudinarios nos muestran. Esa lectura está impregnada de un amor humano luminoso y fecundo, de un deseo de recrear su historia, que es también la nuestra, desde una perspectiva que rescata la infancia, la belleza, el misterio y la excepcionalidad de la vida. Su rememoración, generosa y perseverante, desprende una piedad humana consagrada a rescatar la belleza del mundo; y cada verso, cada fragmento, cada cuadro de este hermoso mosaico testimonia de su deseo de contemplar las cosas, de contarse las cosas y contárnoslas desde esa óptica tocada por el don o la gracia de una frágil e inmanente resurrección.
De ahí que el difunto y amado padre nada tenga que ver con su calavera o su fémur, como tampoco las cenizas maternas con una madre tanto tiempo atrapada en su olvido, pues “su amor anda por el aire” y “ángeles de tierra llevan rapidísimamente sus cartas por los hilos incandescentes”. En su anhelo de entregarse a una suerte de eternidad inmanente, e impelido por el mismo amor que busca reivindicar en la obra, se sirve de una simbología relativa a los cuatro elementos, congregada en torno al símbolo del ángel. Cuatro tipos de ángeles correspondientes a esos cuatro elementos que forman parte de nuestro inconsciente colectivo y han estado presentes tanto en la filosofía como en la poesía universal, así como en las artes: agua, aire, tierra, fuego. Ángeles como símbolo del misterio, como fuerzas vivas, cósmicas, indescifrables y mediadoras; hermosísimas imágenes poéticas fruto de la imaginación creadora en su anhelo por atravesar la línea divisoria y acoger las grandes preguntas. Son fuerzas originarias a la base de la vida, ἀρχή o principio en ese sentido, realidades intrínsecamente poéticas que trascienden el espacio-tiempo ordinario, merced a las cuales poder enfrentar nuestras inquietudes más hondas, liberarnos de las cadenas de una racionalidad asfixiante, y optar por la belleza y la vida frente a la muerte. Esta última tiene también sus “catalizadores” o “hacedores”, servidores del gran olvido. Los contraángeles “absorben la luz y son invisibles”, fuerzas nihilistas como símbolo de la ausencia creciente:
Quizás hay contraángeles en las despedidas.
Quizás ahí empiezan a crecer.
Quizás el olvido está lleno de contraángeles, quizás el olvido es un inmenso contraángel.
La relación entre la escritura y la memoria es estrecha. El poemario es un viaje en el tiempo, es un viaje en el pasado y al pasado. Imaginación y memoria se convierten en hilos misteriosamente entrelazados. El poeta recrea el pasado, y al hacerlo lo restituye. La potestad de reinventar el mundo de la mano de la poesía, de la creación poética, se convierte así en el único camino capaz de reconciliarnos con la vida. Esa realidad revivida y soñada, envuelta en una suerte de resplandor benéfico, a la par turba y vivifica, paraliza y fascina.
La transparencia del lenguaje, la desnudez aunada a la sugerencia reveladora, la originalidad y el fulgor de algunas imágenes, su intensidad desgarradora en otras, y la alternancia entre lo sensorial y perceptible y lo invisible y misterioso marcan el estilo de una obra donde las experiencias íntimas se elevan naturalmente por encima de sí mismas para encontrarse con el otro.
Los géneros se difuminan. Poesía narrativa o narración poética, lo esencial aquí es poner de relieve cómo toda la obra transmite una imagen del mundo habitada por la magia y el misterio de la palabra poética. La vida cotidiana se nos revela en su íntima fragilidad y, pese a la certeza de la fugacidad de la vida y de la inexorabilidad de la muerte, dado que “en realidad la labor es siempre irse”, la luz se abre paso en estas páginas que dan cabida al asombro reviviendo el tiempo pasado desde sus ojos. Se trata no solo de rememorar la infancia y el despertar de la pubertad, los lugares ahora restituidos de los que han brotado todos los rostros y edades del yo lírico. Lo que aquí se persigue y se plasma es además la voluntad de hacerlo desde esa tensión vital irresoluble entre, por una parte, la lucidez trágica; y por otra, la necesidad de llevar a cabo dicha reminiscencia ensoñadora amparando la belleza del mundo y la propia afirmación de la vida. ¿Y qué otra cosa salvo el amor podría estar detrás de esa voluntad?
Daba vueltas como la yunta en la parva buscando al gran contraángel de la ausencia.
Para decirle. No. Decirle. Estás equivocado.
Decirle. Hay amor.
Su regreso – a la casa, a la infancia, al sueño, a la mirada inauguradora del asombro, a la escritura- es un acto de amor, de ese amor que el yo lírico siente, expresa, recrea y enarbola frente al “gran contraángel de la ausencia”: “Hay amor”, por lo tanto nada es en vano. Hay amor que pervive, sí, y todo el ejército de contraángeles al servicio del gran olvido retrocederá acaso ante su aliento. Y todo se supedita a ese hilo, a esa poética ensoñación, pues, como expresa Eliot, “para nosotros solo existe el intento”.
La dureza del aire
José Luis Fernández Hernán
Mahalta Ediciones