«Otoño en Sofía», de Reynol Pérez
La personificación del más allá.
Por Andrés París Muñoz.
Aunque su época dorada —o, mejor dicho, su época más oscura y tenebrosa— coincidiera con las tormentas y supersticiones del Romanticismo, lo cierto es que los cuentos de fantasmas han acompañado a nuestra especie desde que en nuestra razón brotase el sentido de la trascendencia. Con sus matizaciones geográficas y culturales, las preguntas irresolubles sobre “el más allá” han servido y sirven de caldo de cultivo para la imaginación y colección de una serie de relatos sobrenaturales donde sus personajes —o sus manifestaciones— cruzan la delgada frontera que separa el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Aunque principalmente vinculadas al mundo anglosajón y al medievo oriental, las historias de fantasmas también han tenido cabida en nuestra literatura, en nuestro Romanticismo tardío y movimientos posteriores, de la mano de autores como Gustavo Adolfo Bécquer. No obstante, quizá por el influjo de las ulteriores revoluciones científicas, el gusto por la leyenda paranormal y el espiritismo verosímil haya decaído en los últimos tiempos. Es por todo esto que Otoño en Sofía del dramaturgo y narrador Reynol Pérez Vázquez (México, 1959) se presenta ante el lector contemporáneo como una obra de sumo interés.
La literatura de fantasmas —según el escritor L. P. Hartley es “la forma más exigente del arte literario”— precisa de un talento natural, de un don o maestría para tensionar el cuerpo y el alma del lector sin caer en tópicos ni banalizaciones. Reynol, con sus relatos colmados de dosis refinadas de pura poesía, crea una atmósfera atemporal que todo lo envuelve donde no hay fantasmas buenos o malos, sino personajes que —vivos o muertos— dialogan en el devenir de sus repentinas existencias compartidas. Las aguas del dolor, de la soledad, de la venganza, de la tristeza e incluso del humor brotan con naturalidad de los verbos y páginas, de las voces humanas y fantasmagóricas, como afluentes que convergen en el gran delta de la noche, en el misterio al otro lado del mar. Y a sus orillas, se perciben las sobras polimórficas de un niño, una anciana, un soldado… calmando su sed.
“La incertidumbre es una sabandija que me roba el oxígeno”, “en un movimiento maquinal tomo el sándwich, doy un mordisco y mastico con lentitud el trapo que hay en mi boca. Solo estoy triturando la ansiedad” y “la apacible tarde de septiembre me recibió en la carretera y yo iba domando el volante y mi respiración porque la ansiedad se había sentado en el asiento trasero y me atenazaba con su estilete” son claros ejemplos del exquisito dominio lírico del literato mexicano. Así, estableciendo un puente colgante también entre el mundo físico y el mundo abstracto, no sólo los espíritus se personifican, sino también las emociones y sensaciones más inefables que nos atormentan.
En suma, la obra —con un diáfano epílogo de Marina Casado— acrecienta el acervo de historias fantasmagóricas en castellano con un cuidadoso compendio de cortos relatos en los que el don poético y la versatilidad de voces destacan como principales virtudes.