Tár (2022), de Todd Field – Crítica
Por Rubén Téllez.
SINFONÍA A LA OBJETIVIDAD; el distanciamiento como arma.
Como un lago que proyecta una imagen de limpieza, perfección y aparente pureza, pero que alberga, en su zona más oscura, por profunda, un banco de basura, suciedad y putrefacción capaz de provocar la náusea de todos aquellos que, siendo de estómago sensible, se atrevan a bucear en sus aguas, así se podría definir a la protagonista de Tár, cinta dirigida por Todd Field, con la que Cate Blanchett se alzó con el premio a mejor actriz en el pasado Festival de Venecia.
Lydia Tár (Blanchett) es una de las directoras de orquesta más prestigiosas del mundo; ganadora de los premios Oscar, Tony, Grammy y Emmy, se dispone a grabar una sinfonía que supondrá su culminación artística, tiene terminado un libro sobre su visión de la música que, dentro de unos años, será como un decálogo para los jóvenes que estudien en el conservatorio, mantiene una relación sentimental estable con la mujer a la que ama (Nina Hoss) y, además, es madre de una pequeña que la adora. Así, el día que unas acusaciones por abuso sexual le señalen como la principal responsable del suicidio de una joven, los cimientos de su vida se verán peligrosamente dañados.
Fue Dylan Thomas quien escribió: “La mano que firmó el papel, arrasó una ciudad; / cinco soberanos dedos tasaron el aliento, / duplicaron la cifra de muertos y demediaron el país; / estos cinco reyes hicieron rey a la muerte”. Lo que el poeta irlandés viene a decir es que habiendo acaparado un puñado de personas un poder que por absoluto roza lo autoritario, fueron capaces de apagar la vida de miles de hombres sin tocar una sola arma. La cinta dirigida por Todd Field, es, a grandes rasgos, un estudio lento, pero profundo, de precisamente eso, el poder absoluto.
Lejos de cualquier comparación con personas reales, de las lecturas superficiales que la reducen a ser simplemente una película sobre los abusos sexuales perpetrados por artistas, Tár se levanta como un fresco estático —esto último es importante— que retrata las dinámicas disfuncionales de una sociedad polarizada y preocupantemente desigual cuya necesidad de protagonismo, sumado a su ansia de triunfo y reconocimiento, deviene en enfermedad crónica. La idea es colocar al espectador en el punto exacto en el que los prejuicios y la empatía son silenciados por la distancia para que pueda valorar sin interferencias externas unas situaciones más poliédricas de lo que en un principio parecerían.
El director construye la cinta sobre unos pilares de objetividad y sutileza con los que busca rehuir los juicios maniqueos, los estereotipos intelectuales y cualquier valoración moral de sus personajes. El resultado es una obra que cuestiona constantemente al respetable, que desestabiliza su realidad cotidiana mostrándole secuencias aparentemente banales que ocultan bajo su capa de normalidad sistemáticos abusos de poder. La protagonista ha metabolizado las dinámicas machistas del patriarcado y las reproduce con frialdad; su rostro se mantiene pétreo durante la totalidad el metraje, demostrando su incapacidad para empatizar lo más mínimo con sus víctimas o su total desprecio hacia ellas; y el silencio de sus compañeros con respecto a sus delitos no muestran sino su connivencia con ellos.
La puesta en escena busca un distanciamiento constante de los hechos, una mirada libre de tapujos que permita analizar los acontecimientos con cierta imparcialidad. Mientras una cámara generalmente inmóvil retrata los miedos, los deseos y los pecados de los personajes evitando siempre convertir la cinta en el clásico de gritos y acusaciones lanzadas a la cara, se suceden por la pantalla una serie de elipsis con las que el director dice más cuando menos muestra, proponiendo, como resultado, una serie de vacíos con forma de pregunta —separación obra artista, endogamia y protección em los círculos de poder. Y en el centro de todas las proezas técnicas mencionadas, una enorme Cate Blanchett, que se echa la película a la espalda para darle sentido completo, para mantener la atención del espectador durante las —-hay que decirlo— excesivas dos horas y media de metraje, para ofrecer la mejor interpretación femenina de la temporada.
“Los cinco reyes cuentan los muertos, pero no alivian / la costra de la herida ni acarician mejillas; / una mano ordena la piedad como otra ordena el cielo; / las manos no tienen lágrimas que verter”, escribió Dylan Thomas. En Tár sólo hay una reina despótica que cuenta los muertos sin verter lágrimas por ellos, lo que no quiere decir que sea el único lago lleno de basura, suciedad y putrefacción que, a simple vista, proyecta una imagen de pureza.