‘Lapsus’, de Salva Alemany
JOSÉ LUIS MUÑOZ.
Pocas novelas hay que conjuguen a la perfección todos sus elementos y en las que la forma y el fondo se hallen tan imbricados que no chirríen en ningún momento. Salva Alemany (Valencia, 1968), autor de las novelas La suerte aún existe, Eire, Alacrán, y Una mirada perdida, lo consigue en Lapsus, una historia verídica tal cómo se dice en la contraportada: Todos los hechos que se narran en esta historia son ciertos, ocurrieron en el barrio de Nazaret, al sur de Valencia, y causaron una conmoción enorme entre sus gentes. Los nombres de los personajes se han cambiado para preservar su anonimato. No hay, pues, a lo largo de sus más de trescientas páginas, ni la más mínima impostura, ni guiños al lector, sino verdad pura y dura y una construcción perfecta (la arquitectura, la arquitectura) de una trama en donde reina un sinfín de personajes (es una novela coral) pero que de ni uno se olvida el autor. Es como esas buenas películas del Hollywood clásico en la que para que brillaran los actores principales también debían brillar los secundarios. Pues bien, la lista de secundarios es extraordinaria, pero no los perdemos de vista porque Salva Alemany los trata con cariño literario para que pervivan en nuestra memoria.
Y hay que hacer hincapié en los personajes, uno de los principales hallazgos de Lapsus, porque todos parecen de carne y hueso, no se les pilla en ningún renuncio, los ves, los tocas y los escuchas, como esa Marta, la prostituta, dibujada a la perfección —Sus compañeras las siguen llamando La Modelo, pero ahora no queda nada de aquella belleza extraña, sus labios agrietados hace mucho que no susurran promesas y sus ojos oscuros y hundidos son un espejo turbio en el que ya nadie quiere mirarse.—, una profesional del sexo independiente que ejerce su oficio muy enamorada de su pareja —Marta no tiene chulo, va por libre punto fue la primera en conquistar la rotonda y eso le confiere determinados derechos.— y cuyo contrapunto es Canijo, un pobre hombre que sueña con ser profesional del boxeo pero se dedica a negocios turbios, —Ella busca clientes por el barrio y por las rotondas, entre las huertas, donde sea. Canijo se busca la vida por el puerto. Hace recados, trapichea de vez en cuando, vigila para los gitanos, cualquier cosa que le proporcione unos euros.—. Y por las paginas de la novela corretean personajes como El Ñapas, un sicario despiadado y violento —Su historial es un rosario de palizas, peleas, robos y detenciones, la mente del Ñapas es tan volátil como un globo de helio. Impredecible, incontrolable. Alguien que no conoce el miedo, pura inconsciencia.—, El Monsergas —El tío Miguel quiere hablar contigo ahora punto y no te pongas tonto porque no tengo todo el día.—, Nico, Jairo, Marco Polo…
Salva Alemany domina las descripciones físicas —Observa la piel renegrida de ese hombre, sus zapatos lustrosos y puntiagudos, su pelo engominado, las patillas pobladas y perfectamente recortadas, sus gruesos dedos rodeados por varios anillos de oro que terminan en unos nudillos encallecidos.—, dosifica la violencia —Cuando está a punto de levantarse nota un frío metálico en los riñones. No sabe qué ha pasado. Se gira y ve el filo de la navaja que gotea sangre. Su sangre. Se toca la cintura por detrás y la mano se le llena de algo viscoso y caliente. Un nuevo cuchillazo le atraviesa un pulmón, trata de ponerse en pie y escupe sangre.— y modula la acción que avanza en un imparable crescendo hasta sus páginas finales sin que desfallezca nunca una trama perfectamente hilvanada.
La historia empieza en el barrio de Nazaret, un barrio de pescadores al sur de Valencia que ya no tiene mar —Nazaret es una Comala donde los muertos se mezclan con los vivos, donde las voces de los que ya no están conversan con aquellos que pelean sus pequeñas batallas diarias, ajenos a lo que ocurre en la casa del vecino.— de una Valencia marginal y pobre, tiene como característica exótica e inusual un personaje que es un cura narco (haylos, y Salva Alemany lo fundamenta y es más, lo conoce, y de él sale la novela) que se llama padre Damián y tiene una conducta y una moral algo laxa para vestir sotana —El teléfono vuelve a sonar con un mensaje. La chica llegará en un minuto. Nada de timbres ni de llamadas. Tan solo una puerta que se abre, una sombra que entra para que el cielo y el infierno se confundan entre el remordimiento y la perversión. —, y apetitos terrenales que no siempre cuadran con su misión pastoral —Sigue mirando el dinero, pensando en esa oportunidad que el Señor ha puesto en sus manos. Porque sabe que es una oportunidad. También sabe que sus caminos son inescrutables.—, se traslada brevemente a Colombia en busca del enigmático El Ajedrecista, capo de capos —En algunos puntos se tienen que agachar para evitar las ramas más bajas, algunas aves aletean con estruendo a su paso, se escuchan chillidos de lo que se supone son monos y se imagina toda clase de ojos vigilándolos desde la espesura.—, enfrenta a varios clanes entre sí a muerte, entre ellos el de los gitanos del Tío Miguel, y deriva hacia el policial cuando una agente del grupo de narcóticos, Laura, uno de los personajes más atractivos, al que el lector le coge verdadero cariño, se infiltra en la organización delictiva como Estela, para desmantelarla, y termina dudando de quién es realmente y con cual de sus dos roles se identifica cuando se enamora del italiano elegante, seductor y mafioso que es Carlo, otro de los personajes claves —A Carlo le gustaría tener más tiempo, que ella pudiera entender algunas cosas, contarle cómo ha llegado hasta ahí y por qué, pero sabe que no tienen tiempo.
En el epicentro de la novela, la sustancia por la que viven y mueren los personajes de esta tragedia, el lucrativo negocio del narcotráfico: El narcotráfico es como cualquier otra actividad mercantil. Se rige por reglas muy parecidas. Hay que tener en cuenta el equilibrio de la oferta y la demanda que condicionará los precios, la calidad del producto, una correcta distribución, buena planificación, una contabilidad adecuada. Detalla Salva Alemany como funciona el negocio con la complicidad de policías corruptos: El sistema es sencillo. Lo normal es que uno espere solo una recompensa económica por permitir el paso de la droga, un soborno, pero cuando la propuesta consiste no solo en hacer la vista gorda, sino en aparecer ante tus superiores marcándote un triunfo por incautar un alijo, pocos dicen que no. Y ese es parte del trato. A cambio de dejar pasar unos cuantos envíos, cada cierto tiempo al agente se le garantiza la incautación de uno.
Lapsus golpea y emociona, revuelve, horroriza con la violencia de algunos de sus tramos —Y un hombre dispuesto a morir es un hombre capaz de matar.—, te reconcilia con el género humano en otros, humaniza a delincuentes —Prefiero que me lleven tabaco a la cárcel que flores al cementerio—, que parecen condenados por el destino a serlo y desean mejorar su estatus por caminos torcidos, y a policías que no tienen las cosas muy claras y que vaya a servir para algo lo que hacen —Tampoco importa a cuantos detengamos, hay gente esperando su momento para relevarlos. Eso es lo más frustrante, que somos tiritas para la rotura de una presa inmensa, imposible de contener.—, y se encariña con esa ristra de perdedores que pueblan sus páginas —Maldito boxeo. Muchas veces ha estado tentada de decirle que se deje de idioteces, que nunca va a ser un boxeador profesional, que no tiene ni el cuerpo ni la cabeza para ello, que deje de soñar con cosas absurdas que no van a suceder.—, pero, sobre todo, es una muy buena novela que se lee rápido, con capítulos que no superan las tres páginas y algunos hasta una, va al grano sin digresiones, como los verdaderamente grandes de la literatura criminal, y avanza hasta un final que deja sin aliento al lector que ha galopado por esas algo más de trescientas páginas llenas de vida, amor y violencia atrapado por la trama y sus personajes.
El dinero, el poder, el sexo, las drogas, el juego, las perversiones, la envidia, el odio, la maldad. Eso es material del que estamos hechos, nos guste o no, se dice en la novela y es su conclusión demoledora, la razón última de un género, el negro, que se resiste a las modas.