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Avatar: El sentido del agua (2022), de James Cameron – Crítica

Por Rubén Téllez.

RUIDO SIN FONDO; o la imposibilidad de narrar nada.

Como un medallón de oro que, perdido en mitad del océano, termina hundiéndose por su propio peso, así se podría resumir la jugada de James Cameron con Avatar: el sentido del agua, secuela de esa bomba de relojería fílmica que, además de hacer estallar la taquilla global hace más de una década, introdujo una nueva forma de hacer blockbusters e impulsó de forma definitiva la decadencia creativa que actualmente inunda Hollywood.

Han pasado los años desde la película anterior y Jake Sully (Sam Worthington) ha perpetuado su mestiza especie teniendo vástagos con Neytiri (Zoe Saldaña). La familia vive en completa armonía con su equilibrado planeta; cazan en la medida justa, impidiendo siempre que la avaricia manche las armas que empuñan; saltan, corren y juegan con las exóticas especies dispuestas a crear lazos emocionales con ellos; duermen al raso cubiertos por la sábana de la armonía; disfrutan, a fin de cuentas, de las posibilidades que les ofrece su hogar. Así, el día que el coronel Miles (Stephen Lang) llegue a Pandora transmutado en Na’vi con la intención de derramar, en acto de venganza, la sangre de Sully, la familia tendrá que huir de su hábitat para salvar a su pueblo y, en el proceso, descubrirá secretos de su mundo que ni siquiera intuía.

Según el mito griego, Midas era un monarca de amplio poder e influencia que tenía más riquezas de las que podría gastar en diez vidas, hecho que no impedía que, con cada día que pasaba, quisiera cada vez más. Tras cuidar de un extraviado acompañante de Dionisio, el dios de las bacanales se ofreció a concederle cualquier deseo. La respuesta de Midas fue clara; quería convertir en oro todo aquello que tocase. Lejos de permitirle alcanzar la tan deseada felicidad, su don le impidió hacer una vida normal, siendo la cumbre de su ansiedad el momento en el que cambió el calor vital de su hija por la fría dureza del metal dorado. Las semejanzas que comparten Midas y James Cameron no son pocas, aunque si hubiese que nombrar ese rasgo preponderante que marca la personalidad de ambos, este podría ser la ambición desmedida, la extrema avaricia.

La existencia de Avatar: el sentido del agua, es consecuencia directa de dicha ambición. La película funciona como un muro blanco de inexistente profundidad sobre el que recaen diversos juegos de luces cuya finalidad no es otra que ocultar la nimiedad del edificio, maquillar la austeridad de su cuerpo, crear la falsa ilusión de movimiento. Ante la imposibilidad de mostrar una realidad desconocida o ignorada, de proponer esas preguntas que el espectador no quiere hacerse, de ofrecer una tesis sobre algún tema en particular, de decir algo que merezca ser recordado durante, al menos, un breve periodo de tiempo, la película se propone apabullar con sus focos y sus sonidos. Lo que se debe examinar, por tanto, es la articulación del espectáculo, del ruido dispuesto a ensordecer a la audiencia.

El principal problema de la película es que empieza con los decibelios muy por encima de lo recomendable, ofreciendo desde el inicio una cacofonía desmedida de disparos, explosiones y peleas que dejan el listón muy alto, que impiden la construcción de una escalada dramática que vaya creciendo poco a poco hasta llegar a un clímax desaforado en el que las butacas, la pantalla y los espectadores se fundan ante un despliegue de medios nunca antes visto, ante el fuego de un director dispuesto a quemar el mar. El resultado es una cinta ebria de sí misma que no alcanza a crear la épica que desea, puesto que no está dispuesta —o no es capaz— a ofrecer los altibajos, tanto dramáticos como narrativos, sobre los que esta se fundamenta. Las escenas de acción desfilan una detrás de otra frente a unas pupilas que a mitad de metraje han sido anestesiadas por, de nuevo, la falta de fondo.

Hay destellos en los que la cinta hace el amago de levantar el vuelo, momentos en los que los golpes parecen ser suficiente para transmitir algún tipo de emoción, instantes efímeros incapaces de sostener una cantidad de metraje, en este caso, injustificable. Toda Avatar: el sentido del agua, está plagada de personajes estereotipados, momentos predecibles, diálogos recitados por miles de bocas distintas desde hace décadas: gestos que subrayan el poco interés que los guionistas, en plural (resulta preocupante que el libreto esté firmado por tres personas), pusieron a la hora de escribirlo. La innovación técnica del director, su despliegue audiovisual, no tiene cimientos de ningún tipo; es un rascacielos infinito que sucumbe ante la mínima brisa, demostrando que el exacerbado acopio de oropeles no siempre es sinónimo de perfección artística.

Cameron, como el rey Midas, cree en la acumulación como forma de llegar al éxtasis. La diferencia entre ambos reside en que mientras el segundo, según el mito, termina arrepentido e implorando a Dionisio que le arrebate su don, el primero sigue convencido de que su método funciona y por ello, su película, como si fuese un medallón de oro perdido en mitad del océano, se hunde por su propio peso.

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