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‘La ruta de la seda’, una historia milenaria entre oriente y occidente

RICARDO MARTÍNEZ.

El camino ha sido, históricamente, uno de los más acudidos argumentos con los que ha contado la literatura tradicional. Símbolo de descubrimiento, de aventura –física y humana-, de vinculo y sentido de trascendencia incluso, el camino, ya sea por tierra, mar o aire, constituye, también, todavía hoy, un signo de distinción para cualquier viajero que se precie, capaz de dignificar una identidad.

Algunos, no obstante, dentro de la historia de la humanidad, han llegado a alcanzar un significado especial por cuanto han unido tierras alejadas, con ello culturas distintas, y, por extensión han supuesto avance y comprensión en toda civilización.

Uno de estos referentes especiales lo encontramos, sin duda, en la Ruta de la seda (haciendo valer, con el tiempo, el producto tan desconocido como deseado nacido en la China), la cual, uniendo el ignoto y alejado Oriente con las tierras y la cultura de Occidente, ha propiciado descubrimiento, comercio, conocimientos y la expansión del don de la palabra, más allá de cualquier supuesto posible. Y ello se consolidó como marca universal gracias al arrojo y tesón de un viajero destacado, Marco Polo, quien, partiendo de tierras italianas, alcanzó a conocer la sede imperial del antiguo Catay, allá por el siglo XIII.

Ahí se llegó a consolidar “una red de caminos, un haz de rutas terrestres y marítimas por las que se han movido a lo largo de los siglos hombres, bienes y conocimientos desde el extremo oriental de Asía hasta el Mediterráneo y Europa. Una ‘trama’ real, material, y también espiritual propicia para una de las temáticas más ricas en literatura de viajes pero también de aventuras, de contenido comercial y de enriquecimiento cultural similar a como hayan podido serlo, y lo serán a buen seguro, las rutas religiosas o de peregrinación”

Romántica y reciente expresión, en efecto, esta de ‘La ruta de la seda’, que “restituye el sentido de un vasto mundo, atravesado desde la Antigüedad por guerras y conflictos, pero también animado por el fervor de los intercambios comerciales, culturales y políticos” hasta el día de hoy, en que parece querer revivirse desde uno de los puntos extremos de la misma ruta, la China.

El objetivo del viaje, en fin, podía tener múltiples motivos y rutas para realizarlo, de ahí que podamos leer en un pasaje de este libro que describe con detalle el ameno, inquieto y aventurero camino: “Una historia del océano Índico también podría comenzar así, con las hazañas de Simbad recogidas en Las mil y una noches: ‘Deseaba viajar por mar, así que me subí a un barco y descendí en Basora, junto a un grupo de mercaderes. Viajamos durante varios días y noches, recorrimos una isla tras otra –por cierto, por una de las rutas marinas más antiguas de la civilización-, un mar tras otro, unas tierras tras otras, y en cada lugar por el que pasábamos, vendíamos, comprábamos e intercambiábamos nuestras mercancía”

A pesar de lo repetido de la historia de esta ruta, el interés siempre está garantizado para el lector por la variedad de paisajes, por las distintas culturas que se atraviesan en el camino, y, en última instancia, por el afán que para los intereses particulares y también para la imaginación suscita este emocionante periplo al que es difícil resistirse como lector. Si a ello unimos un lenguaje pródigo en matices capaces de sugerir proyectos y sueños más allá de la propia ruta, la tentación de sumergirse, de entrar en esta peregrinación humana está más que justificada.

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