Ajedrez y literatura (IV). El ajedrez en la narrativa policiaca
EL AJEDREZ COMO REFUGIO. Los testimonios literarios que hemos tratado hasta ahora presentaban el ajedrez como un juego trascendental, una especie de imagen heraclitiana del universo o de la vida, como batalla en la que cada movimiento puede ser decisivo no ya en la partida sino, por extensión, en la vida de los jugadores. ¡Si hasta el siempre desgarrado Cela ve en dos parroquianos que juegan una partida en el bar de un pueblo cualquiera de la Alcarria “un aire grave, solemne, displicente” que subyuga incluso a otros tres o cuatro que parecen casi gravitar a su alrededor atraídos por lo que ocurre en el tablero! Pero hay, por supuesto, ejemplos contrarios en los que el ajedrez se descarga de este peso existencial y aparece amablemente domesticado como un pasatiempo sencillamente relajante y, al revés de lo que es habitual, protector en cierto sentido contra los avatares de la verdadera contienda de la vida. He encontrado algunos ejemplos en la narrativa policiaca, lo que, bien pensado, no es sorprendente: los detectives que protagonizan esas novelas están real y continuamente inmersos en un metafórico juego en el que no siempre conocen a su adversario y, por descontado, no ven los movimientos de sus piezas más que a posteriori y tras azarosas deducciones, con lo que están siempre expuestos a emboscadas reales o, de hecho, físicas y cuyas consecuencias pueden ser mucho más dañosas que la pérdida de una torre o un caballo. ¿Qué puede haber, en este sentido, más relajante para ellos que una reducción estilizada y sometida a reglas racionales y justas, un juego sin consecuencias reales y sometido además a su completo control?
Para Philip Marlowe, por ejemplo, el detective creado por Raymond Chandler, el ajedrez es un verdadero refugio. En La dama del lago, después de ser atacado y traicionado por la policía y al final de uno de esos días asendereados que siempre aquejan a los detectives de la novela negra norteamericana, consigue dar por cerrada la jornada laboral y piensa en entregarse al ocio: “Miré mi reloj: las nueve y cincuenta y cuatro. Hora de volver a casa, ponerse las zapatillas y jugar una partida de ajedrez. Hora de tomar una buena bebida helada y fumar una larga y tranquila pipa. […] Hora [en definitiva] de convertirse en un ser humano, un hombre de su casa, alguien sin otra cosa que hacer que descansar y aspirar el fresco aire de la noche”. Es justo lo contrario al poema de Borges sobre el que venimos dando vueltas en toda esta serie discontinua de artículos: el ajedrez como un elemento burgués, como uno de los aditamentos que hacen de todo buen hogar un lugar de descanso y relajo, un refugio confortable.
Pero quizás esta es también, en cierto sentido, una imagen mitificadora o trascendente del ajedrez que no se corresponde del todo con una de sus principales funciones: ayudarnos a pasar el rato. Otro célebre investigador, el comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, quiere acudir a él como “la única forma de matar el tiempo” en un impasse de inactividad en La red de protección y propone una partida a uno de sus subordinados, el entrañable aunque atolondrado Catarella, que sin embargo tiene que rechazar el ofrecimiento: “No, señor dottori. Me sé [sic] jugar a las damas, pero aquí no tengo la damera”. Por supuesto, esto aparece también fuera de la novela policiaca. Por ejemplo, en Hijos de la medianoche de Salman Rushdie, el padre del narrador se libera “por la simplicidad del tablero de las circunvoluciones de su vida” e incluso el juego le relaja de convenciones sociales y le permite confesarle a un amigo su impotencia; y el atribulado señor Harding de El custodio de Trollope acude también al ajedrez para evadirse de los pleitos que le angustian. En fin, no todas las almas están, afortunadamente, sometidas al estrés de una batalla existencial borgiana cada vez que quieren entretenerse; a veces solo se entretienen.
UNA AUSENCIA. Sorprendentemente, hay una ausencia significativa del ajedrez en el canon de la novela policiaca. Salvo fallo de memoria, en ningún momento Sherlock Holmes (al menos el de Conan Doyle, emblema extremo del positivismo decimonónico), se entretiene jugando al ajedrez, lo que, por lo dicho, hubiera sido cuando menos esperable. Prefiere, sin embargo, pasatiempos menos racionales: el violín, la droga… Pero de este lado oscuro de Sherlock Holmes hablaremos en otro momento.
JUGAR CONTRA UNO MISMO. Reparemos, por otra parte, en que Marlowe, hombre solitario y eterno soltero, juega al ajedrez, en efecto, en soledad y contra sí mismo. Encuentro algo muy misterioso en esta especie de solitario en un juego que, por definición, no lo admite; parece que viene a representar, sugerir (o realizar) una especie de escisión de la personalidad en la que el jugador se desdobla y se enfrenta a sí mismo. ¿Qué hará? ¿Será realmente capaz de mantener la estricta separación de sus dos mitades y ocultar a las blancas el plan de las negras y viceversa? ¿Quién ganará, en ese caso, y qué significará su victoria? ¿Simpatizará con uno de los dos bandos el jugador? ¿Ganará ese bando -un personaje ganador- o perderá -lo que corresponde más bien a un antihéroe fracasado-?
UNA PARODIA. El problema es interesante quizás para un tratamiento existencial o psicológico, pero se presta también fácilmente a la parodia. Así lo hace, en parte, un autor fundamentalmente satírico como Rafael Reig, gran aficionado al ajedrez, en su novela Sangre a borbotones, parodia precisamente de la narrativa policiaca norteamericana protagonizada por Carlos Clot, un detective rotundamente fracasado en el ámbito vital como en el profesional. ¿Pero no es la vida humana, toda ella, un camino de fracasos parciales hasta el fracaso definitivo? Al menos así lo parece en esta novela, por lo demás muy divertida, en la que Clot, como Marlowe, termina la jornada con el descanso de una buena partida de ajedrez. Aunque en su caso, más que un refugio, parece una continuación del penoso camino de la vida, un ejercicio bello pero sin sentido (¿o qué otro mejor sentido que su belleza?; por eso Clot repite partidas de campeonatos del mundo mejor que jugar contra sí mismo) y agotador como la vida misma:
“Coloqué el tablero y repetí Alekhine-Capablanca (Buenos Aires, 1927), la vigésimo segunda partida por el título, un monumento perdurable a la obstinación de la inteligencia. Las tablas eran evidentes, pero ninguno quería rendirse y así llegaron, agotados, hasta el movimiento 86.
Tablas, por supuesto. Saltaba a la vista desde el principio.
Apagué la luz y bebí en silencio”.
A veces, Clot toma partido, pero en consonancia con su destino, no puede evitar hacerlo por el perdedor, sea quien sea: “Jugué una partida contra Capablanca. Me deshizo en treinta y siete movimientos”, “Jugué varias partidas contra Alekhine mirando por encima del hombro de Capablanca. El cubano y yo perdimos”.
Parodia de Marlowe por una parte, como se ve, pero como en toda parodia aquí hay también una constatación (amarga, cómica, resignada, bienhumorada al mismo tiempo) del fracaso de las ilusiones y los proyectos de la vida humana. Como don Quijote es una parodia de los caballeros andantes, en el mismo sentido lo es Clot de los detectives privados, y el tablero de ajedrez funciona, como en tantos otros casos, como un reflejo simbólico de la vida y del sentido general de la obra:
“He tenido tantos sueños de grandeza como cualquier otro. Quise ser alguien, ¿pasa algo? ¿Quién no ha sido, por dentro, un gran escritor, un músico, un científico o el campeón del mundo de ajedrez?
Pocos consiguen serlo también por fuera, pero ante sí mismo, por dentro, ¿quién no se ha soñado excepcional?
Se trata de ese otro sueño agotador, la pesadilla abrumadora y violenta que dura años y años, dormidos y despiertos, con el mismo afán a cuestas, terribles años llenos de días de turbio en turbio y noches de claro en claro
Hay quien muere sin despertarse, convencido aún de que tiene pendiente, casi a punto por fin, su obra maestra, esa novela, esa sinfonía, esa película o ese teorema matemático.
En esos casos, se acostumbra a consolar a la familia: «Ha sido lo mejor, por lo menos no ha sufrido. No se ha enterado de nada. Murió sin despertarse».
El sueño eterno, The Big Sleep, la esperanza insensata de llegar”.
Y quién sabe si el ajedrez, si el deporte en general, no nos gustan porque hacen posible, aunque sea mínimamente, la esperanza insensata de llegar.