R.M.N. (2022), de Cristian Mungiu – Crítica
Por Rubén Téllez.
Diagnóstico de una enfermedad terminal; o la crisis moral que asola Europa.
Como un golpe de luz que ilumina las zonas más oscuras de un bosque, pero que al mismo tiempo, de forma paradójica, ensombrece las partes que abrazan el alumbramiento artificial, así se podría definir R.M.N., primera cinta de Cristian Mungiu que sale de la sección oficial de Cannes sin premio, a pesar de que cada fotograma que la compone rezuma ese olor a brillantez que sólo desprenden las mejores películas de cada año, las obras maestras más incontestables.
Tras protagonizar con su jefe un altercado de raíz xenófoba, Matthias (Marin Grigore) deja su trabajo en Alemania y regresa a su pueblo de origen, situado en Transilvania y vestido a duras penas con el mono de la multietnicidad, donde se hace cargo de su hijo pequeño, testigo de un inenarrable acontecimiento que ha devenido en mutismo voluntario, y de su padre, un pastor envejecido con episodios de demencia, al mismo tiempo que intenta reconciliarse con su antigua amante, Csilla (Judith State). El día que tres hombres de Sri Lanka lleguen al poblado con la intención de trabajar en la empresa panadera, los prejuicios, los miedos y el odio desestabilizarán la paz que impera en el lugar.
“Un día de estos / serás el blanco / del desprecio de los esclavos. / Entonces no hablarás con tanta tranquilidad / sobre tu libertad y tu amor. / Entonces te aguantarás las ganas / de ofrecernos tus respuestas. / Tú tienes muchas cosas en la cabeza. / Nosotros sólo pensamos en la venganza”, escribió Leonard Cohen. Estos versos describen los sentimientos que invaden, sólo cuando están en nación extranjera, a los habitantes del pueblo donde Mungiu sitúa la acción de la película de una forma tan precisa, tan humana, que resulta comprensible. La principal diferencia entre el poeta quebequés y los protagonistas de R.M.N., reside en que mientras el primero utilizaba la pluma para combatir a los negreros, los segundos, acostumbrados a recibir los latigazos, aprovechan la mínima oportunidad para agarrar la cuerda esclavizante que tanto dicen despreciar y utilizarla en su favor, creando una espiral de violencia, injusticia y dolor que no parece tener fin.
Como ya había hecho en Los exámenes, el cineasta rumano teje una tela de araña de cotidianidades envenenadas, de quehaceres diarios que se revuelven sobre sí mismos para saltar sobre la yugular del protagonista, impidiendo el correcto funcionamiento de su pequeño ecosistema, delatando un problema —o problemas— tácito que tanto él como sus allegados parecen sufrir, pero que ninguno se atreve a enfrentar, proponiendo una serie de dilemas morales de ambigua resolución sin resultar en ningún momento pedagógico ni moralista.
La idea, como el propio nombre de la cinta indica, es hacer un análisis exhaustivo de la sociedad occidental para diagnosticar las enfermedades crónicas que padece. Mungiu deja que sus personajes se muevan con total libertad frente a la cámara para filmar de forma traslúcida la apertura gradual que se produce en la carne, la salida pausada e inevitable de todo el pus, de toda la sangre que hay bajo una piel victimizada. Pero al mismo tiempo, e incurriendo en un oxímoron brillante, se sirve de metáforas visuales de una potencia estremecedora que obligan al espectador a participar de forma activa en el devenir de los hechos, que le instan a hacer un examen de conciencia tan valiente como necesario, que desmontan la realidad establecida sin romper un solo cristal, sin derribar un solo ladrillo. Así, el silencio de un niño que ha visto el horror —una sociedad que sufre actos xenófobos con la misma velocidad con la que los imparte, un liberalismo incompatible con la vida que enfrenta a los de abajo para mantener un status quo en verdad insostenible, un clima opresivo que calcina los sentimientos y permite la supervivencia de los más fuertes, los más desalmados— se convierte en la representación más tangible y dolorosa de las diversas pestes que asolan Europa.
La puesta en escena, de un realismo frígido y distante, evita cualquier acercamiento emocional al drama, dejando abierta única y exclusivamente la puerta de la reflexión, evitando siempre ofrecer juicios maniqueístas, cuestionando todos los puntos de vista, rehuyendo, en su búsqueda de la raíz del problema, los juicios populares imperantes.
“Cualquier sistema que podáis concebir sin contar con / nosotros / será derribado”, escribió Cohen. Y ese bosque en el que la luz oscurece aquello creado por el hombre y alumbra las zonas más negras, también caerá por su propio peso si no cambian las cosas. Esa es la sentencia final de Mungiu en la asombrosa, lacerante y genial R.M.N.