La vara del zahorí

¿Hay que acabar con los que desean acabar con la humanidad?

 

José Luis Trullo.– Hay quien piensa que a los lerdos hay que darlos por perdidos, que no hay que entrar en debate con ellos ni condescender a enredarse en su uso torticero del lenguaje y de la propia razón. Evocan entonces a grandes pensadores de la filosofía, los cuales fundaron sus propios cenáculos elitistas (liceos, academias y demás antros exclusivistas) donde los que se tenían por cráneos privilegiados se sustraían al zarandeo dialéctico al que se ve sometido quien trata de discutir, incluso en términos elementales, con los fanáticos, los ignorantes y los endemoniados.

Yo no comparto esta visión. Por el contrario, me gusta evocar la imagen de Sócrates (quien no solo se negó a componer ningún libro, sino que incluso aborrecía la escritura), al que Jenofonte y Platón pintan como un individuo totalmente volcado en el diálogo más o menos fecundo, más o menos iluso con sus conciudadanos, siempre en la calle platicando con cualquiera que se prestase a ello. Tampoco olvido cómo se comportó Jesús de Nazaret, a quien -salvo eventuales episodios de huraño aislamiento- siempre se le vio en compañía del pueblo llano, incluidos aquellos a los que, en principio, su evangelio parecía menos afín (los ricos, los fariseos). Tanto uno como otro amaban al hombre en cuanto tal, y a cada una de las personas por ellas mismas; esa ecuanimidad filantrópica, basada en una hermandad radical e ineludible, les impedía darles la espalda, pues quien se niega a departir con un semejante, en realidad impugna la dignidad de la humanidad entera.

Bien, el problema es que, en el tema que nos ocupa, (y sin creerse uno, ya no filósofo, sino ni siquiera especialmente inteligente) resulta inviable entablar coloquio con aquellos que profieren en público sus mayúsculas asnadas: amparados por el paradójico «visible aislamiento» en el que se mueven, mimados por ciertos medios pastueños y convenientemente alimentados por las ubres del poder, pueden permitirse el lujo de «épater les bourgeois» con la tranquilidad que les da el saberse inmunes a la refutación. Ellos abren y cierran la boca con total libertad, tal vez con absoluta impunidad: si mañana llamasen a las barricadas (de hecho, todos los días se descuelgan con alguna afirmación rotunda que expele odio y soberbia a partes iguales), créanme que seguiría reinando la calma en el reino de Nunca Jamás; ahora bien, no sé te ocurra a ti musitar por lo bajo que han eructado una estupidez: serás asado en las hogueras virtuales de la red, que abundan y siguen muy activas.

¿Cómo afearle, pues, la conducta, a quien incita nada menos que al exterminio de la especie, sin ser tildado de, qué sé yo… fascista? Imaginemos la siguiente situación: un artista, digamos, escorado a la diestra, afirma que «estaría muy bien acabar con los inmigrantes»… o con los homosexuales… o con las mujeres… o con quienes votan a partidos de izquierdas… No hace falta ser muy listo para intuir la que se armaría, y con toda la razón. No estamos hablando de que alguien se permita elucubrar con la perspectiva de una extinción espontánea, o incluso fruto del impacto de un meteorito (tesis ambas, por los demás, que ya resulta de circulación masiva en ciertos ámbitos, curiosamente no los más conservadores). No, no: se trata de la manifestación del deseo («estaría muy bien») de aniquilar, finiquitar, exterminar a la humanidad en su conjunto. Ni un Stalin borracho de poder, ni un Hitler en sus momentos más locos, habrían sido capaces de proferir algo semejante… porque, entre otras cosas, para todo fanático que se precie siempre subsiste un ámbito digno de ser salvado: ese que coincide, punto por punto, con las propias ideas, valores y preferencias. No, en este caso nos encontramos ante un ejercicio de misantropía absoluta, sin matices, sin exclusiones. Ni un Schopenhauer en sus horas más bajas (que eran muchas), ni un Cioran en uno de sus repetidos insomnios, habrían llegado a tanto, aunque ambos se le acercaron: de hecho, se trata de dos autores muy del gusto de los pesimistas, quienes hay que presumir que, en caso de apocalipsis general, les absolverían con gusto de la condena al fuego eterno.

No nos encontramos tampoco ante una mera «boutade», una imbecilidad proclamada por un imbécil: se trata de un síntoma. De hecho, el pobre diablo que ha afirmado semejante majadería, lejos de significarse por su originalidad, no hace otra cosa que transmitir una falsa moneda que, ahora mismo, corre de mano en mano entre ciertos sectores de la población, junto con otras monstruosidades posmodernas que comparten un denominador común: el desprecio por la vida y por la propia humanidad. Sí, en ese lote se incluyen el aborto (al niño no nacido ni siquiera se le reconoce la entidad de «humano», siendo reducido a poco menos que un tumor interno de la mujer), la eutanasia (al desesperado se le hace creer que no hay motivos para luchar por continuar en este mundo podrido), el animalismo (los seres irracionales son más inteligentes y bondadosos que las personas), el ecofatalismo (nuestra especie es el «cáncer del planeta», al cual le iría mucho mejor si nos multiplicásemos por cero)… Como vemos, se trata de un auténtico catecismo laico que no solo disuade al común de los mortales de albergar cualquier esperanza en el futuro (¡el progreso y la utopía ya son vistos como pesadillas… por los propios progresistas!), sino que incluso pone bajo sospecha a quienes se permiten el lujo de no sentirse culpables, desgraciados y malditos por el mero hecho de haber nacido… sí, lo han adivinado: en Europa: la peor de las civilizaciones imaginables, la más destructora y bárbara.

Un actor al que la vida ha tratado a cuerpo de rey está en su derecho de sentirse desanimado, triste y alicaído: que haga terapia; de hecho, está de moda. Lo que ya son palabras mayores es que un medio de comunicación antiguamente prestigioso conceda a sus exabruptos el rango de titular. Pero lo que debe hacer saltar todas las alarmas es que una sociedad se permita alimentar unos niveles tan escandalosos de violencia verbal y conceptual contra la propia humanidad, es decir, contra todos y cada uno de nosotros (sí, también contra ti, lector, mi semejante, mi hermano). En casos como este, no me parece exagerado hablar de degradación moral extrema. Si una parte no menor de los europeos ha decidido que su reino no es de este mundo, lo mejor que pueden hacer es dejar de empeorarlo con sus mamarrachadas homicidas. Esta época está hambrienta de amor, de armonía y de planteamientos que busquen el encuentro con los demás, no de proclamas vacías que nos arrojen al abismo, al absurdo y a la destrucción. Y, por supuesto, creo que no, que no hay que acabar con el que quiere acabar con todo: hay que tenderle la mano y, llegado el caso, abrazarle y hasta darle un beso en la frente. Lo más probable es que solo requiera un poco de cariño sincero y fraterno para despertar de su pesadilla personal.

 

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