«Maestro de distancias», de Jordi Doce
Por Jesús Cárdenas. La faceta literaria de Jordi Doce tiene una obra interesantísima y original en poesía, traducción, aforismo y ensayo. Tras la compilación En la rueda de las apariciones (Poemas 1990-2019), continúa en Maestro de distancias (Abada Editores) con su opción poética de buscar en los márgenes, en las grietas, la fisonomía del ser adentrándose en un mundo de dolor.
Si en sus anteriores entregas líricas, el tiempo y la identidad estaban presentes junto al amor o el paisaje, ahora el tiempo junto al sentido del dolor prioriza su esencia. A propósito, cabe nombrar las similitudes y las diferencias que guarda este volumen con el libro publicado por Marta Agudo, Sacrificio (Bartleby). Ambos tratan la frustración y el desengaño como condicionante de la vida; los dos se muestran contenidos mediante el empleo de símbolos, con imágenes muy sugerentes; sendos poemarios están escritos en prosa. Si el mar representaba en Agudo la liberación; en Doce es un paisaje premonitorio, connotando vivencias ensoñadas: “Allí vimos el mar embravecido y la mano del viento hurgando en él, tirando del agua estropajosa bajo una palidez de fin de los tiempos”. Y en otra muestra donde parte de la contemplación plural para mostrar un pasado fantasma que augura desencanto, como el que ve una foto en blanco y negro: “Allí vimos el mar sobre la arena negra”.
El libro es una sucesión de pasajes líricos intitulados en prosa. Doce nos presenta un poema-río donde el cauce de la prosa mantiene el discurrir del pensamiento. El carácter dialéctico en este libro intensifica los hallazgos de muestras anteriores, como sucedía en No estábamos allí (2016). No obstante, si el lector escandiera comprobaría que la mayoría son heptasílabos y endecasílabos. Como puede verse en el siguiente fragmento: “Son pájaros que pasan. Pájaros en un cielo cada vez más sombrío. Y la sangre que insiste, que no cede”. Tampoco hace falta, la elección por la prosa del escritor gijonés no anula en absoluto el lirismo, que se intuye en la musicalidad de la colocación de las palabras, con un hábil manejo de la prosodia, que se comprueba, además, en el uso de estructuras paralelísticas, en la contención intuida a través del uso de la puntuación, en el manejo expresivo de la elipsis, la alusión y del símbolo, en la utilización de planos yuxtapuestos, entre otros rasgos.
Uno de los estratos que tiene Maestro de distancias es el tiempo. La repetición del grupo repetido “Del tiempo” cada periodo de cinco o seis fragmentos hace que este sea la necesidad de Doce por definir, ejemplificar y componer analogías. Algunos tienen la forma de sentencia o aforismo, por su estilo conciso. Uno de los más jugosos, tal vez, sea el penúltimo texto, que cierra el círculo e implementa la cita de L. Tieck, aportada al comienzo: “Del tiempo, que estuvo siempre en el secreto. Del tiempo, que lo sabe todo de nosotros”.
El tiempo, tratado desde la memoria, se mezcla con lo que supondría otro estrato: el sueño. De la fusión resultan imágenes sugerentes que nos acercan al deterioro, a una frontera intensa y desgarradora. Sirva la siguiente muestra para ejemplificar lo dicho: “Retengo una ciudad de casas reiteradas, de muros en penumbra y jardines negruzcos, donde el viento roía con la ferocidad de quien siempre ha sabido, del que está en el secreto”. O en otro fragmento: «Recuerdas el lugar, has soñado con él, pero todo se vuelve confuso a estas alturas». Digamos que son paisajes íntimos proyectados por la memoria y por la ensoñación; una inmersión, al cabo, en el inconsciente y en el consciente, que remiten a la frustración, a la soledad, a la zanja divisoria en que se halla el ser.
Uno se cansa de ponerle buena cara al daño. Doce da de lado a tanta prudencia. Leyendo el fragmento que se inicia “Recuerdas aquella película […] Como una pintura de Brueghel en la que todo sucediera a cámara lenta, con la impiedad del sueño. Recuerdas también el rostro de la joven reina” vemos el efecto doloroso que produce la vivencia, a veces tan lejos del sueño, que se acerca más a una película o una pintura. Es otra de las técnicas empleadas por Doce. Lo veíamos en Otras lunas (2002), pero esta aquí aumentado, sustanciado. Es así como sentimos ese apartamiento de sus vivencias.
Un estrato más tendría que ver con el efecto de lejanía del autor con el sujeto. El título se ofrece en el empleo de una persona verbal poliédrica, cubierta de distintas máscaras, por ejemplo lo vemos enmarcado en el clímax de una de las composiciones: “Maestro de distancias. Volvió una mañana para rematar el trabajo, pero nunca se le vio salir”. Por ello es necesario, como se lee en otro fragmento, habilitar un lugar libre: “He creado un espacio para que nos hablemos: un dominio sin máscaras”. Este efecto en Maestro de distancias se apoya hábilmente en la confluencia de las tres personas verbales. Así es difícil saber quién habla, porque hay un problema de conocimiento de identidad, que genera intensidad y que percibimos como un pasado muerto: “¿Desde cuándo nos conocemos? Nunca dejé mi puesto. Miraba en el espejo y eras tú, eras yo. Nos confundíamos bajo idéntica mueca”. De hecho, pesa a la hora de nombrar, resultando inquietante, en la reflexión metaliteraria: “Llámalo ciego yo, insomne yo, caníbal”; o en el fragmento que concluye «Decir y no decir son la misma moneda bajo tu lengua». Por todo ello, resulta necesario el reencuentro consigo mismo: “No sé quién eres, pero no saberlo me obliga a reincidir, a preguntarme”. Junto al uso de la persona, habría que relacionar, también, los cambios en los tiempos verbales: tanto de presente a pasado; como de acción acabada variando a acción inacabada.
Por todo lo mencionado, nos conduciría a la pregunta esencial de la existencia, ¿quiénes somos? Para el asunto de la identidad tendríamos que revisar algunas de las mejores páginas de Borges, Paz y tantos otros escritores ingleses, algunos traducidos por Doce, como Auden, Blake, Carson, Eliot, Strand, Plath o Simic. En alguna ocasión el retrato se impone roto en las tres personas, con lo que se incrementa la sensación de confusión del ser: “En aquel sueño, insensatos, éramos tres contra el empuje del frío”.
La atmósfera afín a Doce sigue siendo un entorno gélido-vacío (donde encajan los símbolos ¨blanco”, “el viento, “el frío”) y crepuscular (“el sol cae en declive”) donde la soledad del ser se confabula con el silencio, del que se alía el entorno creando un espacio lírico de asombro: “Arrecife y estrella, soledad, para que puedas ovillarte y prender fuego, gastar la yesca de ti misma”. Unos condicionantes adversos que generan inquietud, incertidumbre y, en este libro, desaliento, desolación, desastre. De los elementos empleados por Doce siguen estando presentes las aves, como avizoras de una realidad, que no está del todo clara. Para anular, más aún, el eje temporal, se tira del lienzo: blanco y negro, como no podía ser de otra manera.
En definitiva, Maestro de distancias es un hito más en la trayectoria poética de Jordi Doce, donde vuelve a demostrar con solvencia en este poema-río las técnicas de la lírica en el cauce de la línea, explorando con acierto, intuición y sensibilidad los pasadizos interiores. El lector no se decantará por una composición, sino por las ciento y once páginas que componen este libro.
Jordi Doce
Maestro de distancias
Abada Editores
2022
Gran trabajo! Quedé fascinado con tu artículo, saludos