‘Una heroína intergaláctica’, de Román Piña Valls
Una heroína intergaláctica
Román Piña Valls
Sloper
Mallorca, 2022
266 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
La principal característica de la adolescencia es su brevedad. Si uno ha tenido algo de suerte, podrá recordar en esos días cierta belleza concentrada, que le ayudará a afrontar lo que viene después, que suele ser muy largo, con optimismo. Como toda explosión, termina y luego queda un campo que puede parecerse al paisaje después de la batalla o a un valle de cerezos en flor. La explosión no es sólo una maldición de los aparatos de guerra: también explota la primavera. Lo que es común a cualquier experiencia adolescente, eso sí, es sorprenderse a uno mismo por saberse vivo. Román Piña Valls (Palma de Mallorca, 1966) ha creado a su propio antihéroe para retratar la adolescencia, haciendo que hable como si pensara que ese es el final de nuestros días, que más allá no hay nada. Al contrario que en cualquier novela de iniciación, aquí no se crece para transformarse en un adulto, aquí se llega hasta la adolescencia y se vive la explosión con intensidad. Nuestro protagonista nos hablará desde la cárcel, desde la real, no desde la madurez como prisión metafórica, en la que nos ponen grilletes a cada paso. En la adolescencia soñamos mucho con la libertad, pero la libertad es algo que todavía no sabemos definir.
El pasado sobre el que habla el protagonista es más bien lamentable, un desastre, y a pesar de todo lo echa de menos. Esa es una de las razones por las que nos consterna tanto la memoria, porque uno siente melancolía, o puede sentirla, hasta de los peores momentos. Al fin y al cabo, ese derecho está trabajado gracias a que salimos adelante. Pero en este caso, Román Piña nos ayuda a cuestionarnos si el mundo era mejor antes, que es algo que todos pensamos en cuanto nos aprieta un poco el zapato. Gracias a ese principio, se evita la nostalgia fácil, la molicie sensiblera, y se nos enfrenta a un Peter Pan que no pretende seguir siendo niño, sino adolescente:
«—Lo malo es que ese tiempo ya nunca lo viviremos —añadió Tobi—. Nuestro tiempo es feo y sucio. Las chicas ya no llevan vestidos, ni los colegios organizan concursos de baile, ni se hace una música tan buena. En el caso, digo, de que realmente alguna vez todo eso existiera, como dice Jorge.»
Jorge es nuestro protagonista y Tobi su principal interlocutor, que es un amigo y será un fantasma. Y a los tiempos a los que se refiere es a los que aparecen en la película Grease, uno de los referentes generacionales que van desfilando por esta novela, que en ocasiones pretende recopilar todos los que lo fueron para quienes nacieron en los años sesenta, desde el Madelman hasta Olivia Newton John. De hecho, la relación de ocurrencias que van sucediendo parecen estar construidas sobre la memoria —la propia y la colectiva—, además de sobre la imaginación. Tal vez porque no puede existir la una sin la otra. Aunque los referentes principales no son tanto objetos o sucesos, apariciones o detalles, sino los asuntos que son más propios de la adolescencia de los chicos: las chicas y con ellas el gran amor por la chica idealizada, la música con los Beatles y John Lennon a la cabeza, la intimidad y la amistad, y también la tentación de los robos y el consuelo de hablar con un fantasma. En cuanto a lo tocante al sexo y a la pornografía, se nos muestra de forma dosificada, en función de provocar las reacciones de nuestro narrador, que es un muchacho vehemente. Todo ello contado con un lenguaje sin trabas, natural, en un ejercicio de estilo que se adecúa a las intenciones del narrador, y en el que florece el sentido del humor de Román Piña Valls, que es de las pocas personas a las que se le ocurriría describir los encuentros con las muchachas adolescentes como un «susto biográfico».