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Matadero (2022), de Santiago Fillol – Crítica

Por José Luis Muñoz.

Con Matadero, primer largometraje del realizador argentino Santiago Fillol, ocurre que es mucho más dramática e interesante la historia original en que se basa que su recreación cinematográfica. Un realizador norteamericano, Jared Reed (Julio Perillán), llega a Argentina con su novia (Lina Gorbaneva) para rodar una especie de western ambientado en la Pampa sobre lucha de clases tomando como base un hecho real en el que unos trabajadores asesinaron brutalmente a sus patronos, y, mientras se rueda, a trancas y barrancas esa película, sin el apoyo de unos productores que se bajan del proyecto, toman las riendas del rodaje los actores provenientes de un grupo teatral, progres pijos, y los extras, que interpretan a los trabajadores insurrectos, empleados de un matadero que se sienten despreciados por los izquierdistas de salón. Mientras tiene el lugar ese rodaje en un lugar remoto, el país entra de lleno en la espiral de violencia que vino con el gobierno de María Estela de Perón y su ministro López Rega, El Brujo, el fundador de la triple A, preludio de horrores que vendrían luego. Y el descontrol político infesta el rodaje de esa película maldita y la hace derivar hacia un film de horror que desenmascara las verdaderas intenciones de ese director norteamericano de personalidad confusa.

Matadero es cine dentro del cine que no acaba de funcionar por esa falta de credibilidad que emana de unas imágenes neutras que nunca terminan de conmover ni convencer. La película es demasiado discursiva y ese discurso impera sobre una acción que se ralentiza y no avanza, como el film que se está rodando. Las secuencias del rodaje de la película dentro de la película denotan un penoso amateurismo y los actores, especialmente los disfrazados de norteamericanos, como Julio Perillán o Lina Gorbaneva, resultan impostados y sus interpretaciones forzadas contrastan con la naturalidad de que hace gala la actriz argentino brasileña Ailín Salas, por ejemplo.

Matadero es el resultado del malogro cinematográfico de una historia potente que podía haber sido un film de denuncia al estilo de las películas de Costa-Gavras pero se queda a años luz de su cine comprometido. Santiago Fillol, su director, que tiene en su haber un interesante documental sobre la figura del impostor Enric Marco, el catalán que llegó a creerse luchador republicano y víctima del nazismo sin serlo, y los brillantes guiones de Mimosas y O que arde de Oliver Laxe, yerra en su punto de vista cinematográfico y en la coherencia narrativa que conduce a la confusión. La imbricación de la situación política con el rodaje de la película, que también se llama Matadero, resulta forzada. Tiene el espectador la molesta sensación de estar asistiendo en todo momento a una representación de un grupo de actores sin un ápice de verdad detrás y el conjunto resultante rechina. Quizás, el apunte más interesante, sea el enfrentamiento de esos estudiantes de izquierdas, que no se sacan de encima su estigma de burgueses, y los trabajadores del matadero que actúan como extras mal pagados del film, y alguna escena que remite a Viridiana de Luis Buñuel. Y, repito, la historia daba para una buena película comprometida.

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