Vuelve el americano Philip Marlowe de la mano firme del novelista británico Lawrence Osborne que le ha creado una historia y un paisaje para que los numerosos devotos del personaje —creado en los 50 por Raymond Chandler— puedan disfrutar de una eficaz investigación por parte de quien se sabe en la recta final de su vida profesional. Es un detective que ha pasado la frontera tan temida de los 70 años, pero sostiene la capacidad de ver más allá que los demás, y de saber separar el bien del mal, así como el deseo de comprender y resolver el encargo por el que le contratan, acaso por una razón: Solo para soñar.
El propio personaje se define a sí mismo de esta manera en la novela El Largo Adiós (1953):
Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo.
Pero ya no es el mismo. Por primera vez ha de andar con cuidado, firmemente apoyado en su bastón-espada, dispuesto a seguir dando batalla, incapaz de abandonar las posibilidades de indagar en un caso que empieza siendo convencional y, poco a poco, se va convirtiendo en sorprendente trama de engaños, traiciones, asesinatos… en torno a una joven y hermosa viuda. La misión consiste en investigar a Donald Zinn, quien se ahogó mientras navegaba en su yate, dejando a su esposa una cifra millonaria por un seguro de vida que la Compañía que debe pagarlo pone en duda… Si fue suicidio no pagará… ¿Y si en realidad no estuviera muerto? Para iniciar la investigación le entregan a Marlowe una buena cantidad de dólares. La Compañía confía en él por completo…
«Así que diez días antes del carnaval, con una maleta de cocodrilo y una cartera a juego llena de dinero de la Pacific Mutual, volé a Mazatlán. En esa misma maleta había empaquetado mis artilugios ligeramente singulares: un radio transmisor pequeño con micrófonos, unos prismáticos y una cámara Minox en miniatura. Siempre llevaba conmigo al trabajo los prismáticos porque demostraban pasar inadvertidos a los transeúnter mientras observaba a la gente a lo lejos. También llevé el bastón, que había sido mi sirviente fiel desde que me rompí el pie en 1977 y dentro del cual descansaba la espada japonesa que un maestro herrero me hizo a medida en Tokio. Una shikomizue inspirada en todas las películas de Zatoichi que había visto en los sesenta. Para Zatoichi era una espada para ciegos; para mí, un arma para la vejez, para la astucia imponente».
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Y nada cuesta imaginarlo dentro de esta novela en la que Philip Marlowe reaparece —muerto hace tiempo su creador, Raymond Chandler (Chicago 1888-1959)—, y en un estado en que nunca se le vio, ni en novelas ni en películas, ya que como mucho lo leímos y vimos con una edad aproximada a los 45.
En Solo para soñar hay un Marlowe que lleva su decadencia física con la ironía con que solía trabajar en las siete novelas de Chandler, pero esta vez ha de lidiar con el tiempo para que no se le escurra como agua entre los dedos… Le ayuda mucho su nuevo autor, ya que le ha revestido de una dignidad y una sabiduría muy ligada a una buena nostalgia, y bastante buena salud al envejecer. Sortea los peligros con ironía, capacidad de seducción, y un modo de moverse entre el mundo real y el imaginado… Con lo que al final de la novela nos quedamos con la sensación de que Osborne se atreverá con otro caso para Philip Marlowe.