‘El salón de Wurtemberg’, de Pascal Quignard
RICARDO MARTÍNEZ.
Pocas prosas tan elegantes, cadenciosas y representativas de cuanto se pretende narrar como la de Quignard, quien, en su fructífera trayectoria como narrador, nos ha dado diversas muestras de materia literaria a saber: poética, narrativa, ensayo… Y una ‘pieza’ muy bien elaborada, de pensamiento en torno a la literatura, re reciente aparición titulada ‘Retórica especulativa’ donde aborda desde distintos ángulos especulativos el difícil arte de la escritura y sus significaciones.
En este caso nos traslada una historia, una historia de amor (o, como siempre, tal vez, en torno al sentimiento del amor, o bien, acerca del amor, que todas las consideraciones caben cuando se trata de esa pasión dulce y trágica, viva y secreta de los sentires del corazón) En los casos en que el tema recurrente es el del amor, si bien aparentemente fácil la alusión, el autor exigente arriesga de un modo especial porque no sirve solo la palabra más o menos aproximada a la pasión que suscita y evoca su nombre, sino la precisión de hilo fino que tanto el verbo o el adjetivo, como el tono o escenario, han de ir coordinados a fin de que lo expreso resulte no solo razonablemente comprensible, sino sutil, que de tal materia, bien se sabe, está hecho el infinito contenido del amor.
Cuando el escritor acierta, es un gozo el reproducir, como un modo de delectación, determinados pasajes que llevan al lector a re-crear lo leído: “…cuando argumento y rememoro, ya no estoy muy seguro de mí mismo. Tal vez nada atisbamos. Y tal vez por eso Eros desaparece súbitamente. Y tal vez por eso la reina de Lidia exige a Gyges que salga de detrás de la cortina y se case con ella. Me turba y me ciega todo lo que se desvela. Todo se precipita, confunde y arrastra al movimiento, a la depredación, a la succión y al deseo. De pronto, somos millonarios en perspicacia, o en tristeza, o en cinismo, ante lo que vuelve a velarse, y entonces podemos describirlo: pero entonces ya no deseamos. El móvil de esa voluntad de decir o de describir ya no sería el deseo de unirse, sino el de separarse”
La literatura, en su decurso, en su discurso, ha venido desde su origen a propiciar una nueva forma de ver, de interpretar, de sentir en sentido zubiriano (inteligencia sentiente) y en su compañía el hombre libre entiende y siente bajo ese gozo de la libre aceptación.
Quignard, a lo largo de su extensa e intensa labor literaria (pues al tiempo que nos propicia nos exige compañía) posee acaso uno de los discursos más fecundos y gozosos ontológicamente hablando. Nadie siente miedo (acaso una lene zozobra, hasta percatarse por sí), nadie será acometido por la nociva soledad del que no se sienta partícipe. Creo que Homero pretendió algo similar desde el sus comienzos.
“Pienso en todas esas palabras que escribo (leemos en otro pasaje, más adelante) No les encuentro demasiada justificación, a lo sumo, un deseo impaciente de confesión y la esperanza de hallar una especie de paz. Sin embargo, no logro sentir esa paz, ese calor, esa especie de luz suave y nostálgica que se espera al término de la confesión, como si la voz solo fuese algo así como una contraseña que permitiera acceder a algo distinto –y, más aún que al perdón, a una especie de caricia, con la cabeza reclinada sobre el seno de alguien que jamás supo hacerla” El vivir, tantas veces, deviene en sorpresa, más como triunfo o conocimiento que como derrota!
En fin, haciendo de la lectura la grave y tenue compañía: “Una de las propiedades delicadas y sádicas del tiempo –que no tiene como efecto únicamente deprimir, sino a la vez exaltar, y dejarnos cierta curiosidad por el futuro, suponiendo que el fin del final no esté ya convenido y que todo lo que sucede, en resumidas cuentas, en el curso de una vida normal esté de hecho destinado a suscitar entusiasmo-, es añadir lo imprevisible a lo sucedido, incluso en el dolor, abrir abismos bajo los pies en lugares en los que uno no los habría imaginado, añadir limbos imprevistos, nieblas felices, una súbita carcajada, un éxito…”
Y, en medio, hombre y mujer colaborando en uno u otro modo al gran entusiasmo de la creación.