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‘Cartas escogidas’, de Marcel Proust

RICARDO MARTÍNEZ.

Bienvenida sea, siempre, la literatura epistolar, pues ella nos coloca más cerca al interlocutor, nos procura compañía y esa forma de libertad que se parece al diálogo transformador y fecundo.

De ello podemos (¿debemos, al menos en buena parte?) deducir que, de un conspicuo amante de la literatura, han de derivarse, en sus distintas formas de expresión-exposición, características u opiniones que giren en torno a la materia de su amor, y nunca mejor dicho; y este es el caso de Proust, afortunadamente: “No creo que un tipo corresponda a un carácter –le escribe a Robert Dreyfus. Creo que lo que a nosotros nos parece intuir de un carácter es tan sólo el resultado de una asociación de ideas”  Y así, de este modo, el escritor no solo nos revela algo de su carácter dubitativo, sino que nos enseña a navegar por dentro de ese mar proceloso que es la literatura, lo que equivale a leer conscientemente, sino también por la realidad exterior, la vida misma

El libro, en un lenguaje fecundo y rico, nos va, viniendo desde uno u otro lado, aportando conocimiento y rigor acerca de la vida interior de la literatura, esto es, acerca de nosotros mismos.

En otro pasaje, muy entrañable, amén de hacer relación directa a los sentimientos como expresión literaria, desciende, digamos, hacia sí mismo, hacia sus propios sentimientos, y también ahí habremos de obtener enseñanza de lo qué decir y, sobre todo, cómo decirlo; siempre bajo la perspectiva lectora de que estamos entrando en el mundo propio, en la ‘cocina’ de un sutil e inteligente escritor: “Mi querido abuelito, acabo de reclamar de tu gentileza la suma de trece trancos que quería pedirle al señor Nathan, pero mamá prefiere que te los pida a ti”. La razón es la siguiente –y repara ahora, lector, en el grado de intimidad que el escritor es capaz de trasladar al texto escrito; podríamos decir que equivale a un grado de confianza; revela una forma de vivir, si bien en este caso a través de las palabras escritas-, y así expone: “La razón es la siguiente: necesitaba tanto ver a una mujer para acabar con mis malos hábitos masturbatorios que papá me dio diez francos para que fuese a un burdel” Y al final añade, precavido por la desconfianza: “Te abrazo mil veces y no me atrevo a darte las gracias por adelantado”

En lo que respecta al uso del lenguaje como materia expresiva, luego de citar a sus preferidos como Musset, Hugo o Prudhomme (y cierto alejamiento de Mallarmé o Verlaine) comenta, después de haber afirmado con rotundidad un poco antes: “No soy decadente” Y justifica su juicio: “..me horrorizan los críticos que tienen una actitud irónica hacia los decadentes. Creo que hay mucha hipocresía en su caso, pero inconsciente o al menos sin clarividencia. Las causas de esta hipocresía son, si tú quieres, la religión de las bellas formas de lenguaje, una perversión de los sentidos, una sensibilidad enfermiza que encuentra goces muy raros en lejanas armonías, en músicas más sugeridas que realmente existentes”

Lo curioso, ay! es que a día de hoy, sin apartarse de la vigencia de estas valoraciones críticas, tal vez podríamos señalar que, gracias a tales cualidades literarias –entre otras- a él, al propio Proust se le considera como uno de los grandes escritores que, con su larga y meditada obra, ha contribuido en buena medida a la educación estética de las generaciones que le han sucedido, y da que pensar que la influencia vaya para largo.

En fin, un libro de muy grata compañía, decadente o no según la siempre variada opinión del lector.

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