Calle Charles de Gaulle de Morlaix, “Los amores amarillos” de Tristán Corbiere
UNA CALLE, UN LIBRO
Calle Charles de Gaulle de Morlaix, “Los amores amarillos” de Tristán Corbiere
Hay un poderoso viaducto en ese pueblo de Bretaña. Por debajo pasa un trozo de mar delgado y largo como un río, en el fondo entre dos montañas, y en él duermen y cabecean las barcas. Junto a ese hilo de mar va la calle Charles de Gaulle. Al final de ella se ve el Viaducto. Y en el número 21 vivió Tristán Corbiere. En esa casa concibió “Los amores amarillos”. Todo es delgado e intenso: el mar, el pueblo, el poeta.
Habla en tono irónico-emocionado de los navegantes bretones. Inventa cartas desde lugares inverosímiles. Se pregunta y se responde de manera chocante, se llena de entrecortados y frases sin terminar como en el jazz. Hace como que tartamudea o no sabe lo que quiere decir, quiere atrapar algo que se escapa. Corta el amor con rayas, con desmentidos. Como Leonard Cohen, le dice a una mujer que es un toro, un vampiro, un confesor, un apóstol famélico, otra mujer. Escribe poemas breves y alados, graciosos y tristes. Se ve a sí mismo después de muerto como un “peinador de cometas”, dice que lo querrán porque “el amado es siempre el Otro”.
Seguro que el Viaducto grandioso lo hacía sentirse más pequeño y más fracasado, más libre y más solitario, y se burlaba de sí mismo con cariño y melancolía como Cervantes al escribir el Quijote. Se acunaba a sí mismo: Se acuna a sí mismo, se compara con el humo de su pipa: “ Apunta tu sueño hasta el fin, /mi pobre, el humo lo es todo, / si es cierto que todo es humo”. Ama la novia de su amigo, tiene tuberculosis y consigue pasear por Nápoles, vive unos años en París y duerme en un arcón porque no tiene dinero. Y se muere joven y consigue una celebridad callada y mundial, porque Verlaine lo incluye en los poetas malditos, porque lo admira T.S. Eliot.
Antonio Costa Gómez Foto: Consuelo de Arco