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‘La colina del telégrafo’, de José Luis Muñoz

CARLOS MANZANO.

Una de las sentencias más comúnmente aceptadas es esa que dice que la guerra saca lo peor del ser humano. Yo, sin ánimo alguno de polemizar, quizá añadiría que también saca lo más básico, lo más recóndito del ser humano, lo más visceral, lo más primario. Las guerras en su forma más simple, es decir, como violencia intraespecífica por el dominio de un territorio,sea este real o simbólico, es algo que está en nosotros desde nuestros comienzos como especie diferenciada. Se han descubierto enterramientos de época paleolítica que demuestran la muerte violenta de familias y clanes enteros a manos de otros congéneres, presumiblemente por el control de un espacio físico. Hoy en día, amparadas en ese concepto más etéreo y abstracto que venimos en llamar “patria”, las guerras territoriales (aunque se trate a veces de un territorio simbólico) siguen presentes en nosotros con la misma virulencia que antaño. Por desgracia, en este instante tenemos varias pruebas de ello.

Viene esto a cuenta de la última novela del prolífico y excelente narrador José Luis Muñoz, “La colina del telégrafo” (Distrito 93, 2022), que, tomando como eje central a un excombatiente de la guerra de Vietnam reconvertido en policía, entra de lleno en las secuelas y los desórdenes psíquicos que la guerra llega a despertar en quienes se han visto inmersos en ella. Se trata, en cualquier caso, de una novela negra, una novela de género que se ajusta fielmente a los cánones establecidos, cuyo argumento gira en torno a una serie de asesinatos de prostitutas vietnamitas cometidos en la ciudad de San Francisco.

El detective encargado del caso es, como ha quedado dicho, un veterano de Vietnam, lo que sin duda influirá en la manera de llevar la investigación. Pero más allá de la estrategia argumental de la novela, aunque en absoluto sea desdeñable (José Luis Muñoz es un auténtico maestro en este género y maneja como pocos los recursos narrativos adecuados para edificar una buena historia y construir personajes complejos y profundamente humanos), subyace también la realidad que viven a diario todos esos excombatientes que, una vez de regreso a los Estados Unidos, deben lidiar con los dramas psicológicos y la secuelas cognitivas que esa guerra, como todas las guerras, dejó impresas en ellos: la muerte como un hecho más de la vida, la deshumanización del enemigo, el placer y la embriaguez que proporciona el poder omnímodo.

En cierto momento de la novela, durante una reunión de veteranos, se pone de manifiesto el discurso profundo que justifica la actividad depredadora de los soldados, el cual quizá no nace solo a consecuencia de la guerra, o como uno de sus efectos, sino que actúa como síntoma de algo más profundo y revelador:

Ejecutamos a las mujeres, ante sus maridos, hermanos o lo que fuesen. No era difícil, teníamos que mentalizarnos simplemente de que eran el enemigo y que no tenían ningún derecho a vivir”. “Nos divertíamos con ellas. Era parte de la guerra y no la más desagradable. Podíamos hacerlo porque nadie nos iba a pedir cuentas por ello”. “El mal era tan gratificante como el bien por el solo hecho de no estar castigado”. “Estábamos en guerra, y nada de lo que hicimos se nos puede reprochar. Aquella guerra había que ganarla y, por desgracia, se perdió por el titubeo de los políticos”.

Pero quizá el mejor ejemplo de esa doble moral que nace de lo más íntimo de la conciencia humana sea esta parte del diálogo que pronuncia uno de los excombatientes:

¿Por qué los Juicios de Núremberg solo fueron para los alemanes? Porque perdieron la guerra. Imagínense que hubiera sucedido al revés; pues habríamos sido americanos e ingleses los que nos hubiéramos sentado en el banquillo de los acusados para responder de los bombardeos de fósforo sobre la ciudad de Dresde o las bombas de Hiroshima y Nagasaki”.

“La colina del telégrafo” es, pues, una excelente novela negra, una pieza literaria de exquisita confección que combina con soltura y acierto los elementos propios del género: crimen, investigación, transgresión, maldad, depravación… Pero es al mismo tiempo una inteligente incursión en las oquedades más oscuras de la mente, en los terribles destrozos que una contienda criminal como es la guerra moderna llega a causar de uno u otro modo en quienes han participado en ella, y de cómo, tal vez, quizá, aunque esto sea más bien una interpretación mía a posteriori, las guerras son en realidad el caldo de cultivo perfecto para dejar brotar esa iniquidad ancestral, ese brutal instinto de supervivencia que anida, en mayor o menor media, dentro de cada uno de nosotros: nuestros demonios más ocultos, el animal sanguinario que fuimos y que todavía somos.

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