‘El pasajero / Stella Maris’, de Cormac McCarthy

El pasajero / Stella Maris

Cormac McCarthy

Traducción de Luis Murillo Fort

Literatura Random House

Barcelona, 2022

620 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

«Lo que el escudero no ha comprendido todavía es que el perdón tiene un marco temporal. Por el contrario, nunca es demasiado tarde para la venganza.»

La cita resume buena parte de la literatura de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), obsesionado por la crueldad y las consecuencias de la crueldad. Obsesionado por la culpa y la angustia de vivir con la culpa. La forma de resolver esa angustia será con la muerte o con el perdón. Pero este segundo es mucho más difícil de conseguir que la primera opción, la muerte. La presencia de la muerte, claro está, no alivia, sino que es oxígeno que se arroja al fuego. Así es como viven estos dos hermanos, los protagonistas de las dos novelas que se presentan en un único volumen. La primera de ellas El pasajero, nos introduce a Bobby, un buzo que se ve atrapado en una trama oscura, en la que McCarthy no entrará, porque no es ese el asunto que le preocupa. Le preocupa la huida. Y esta huida viene motivada físicamente por la presión de la trama oscura, sí, pero previamente existe en el personaje un malestar con el que no puede vivir, y que parece tener vínculos con la existencia y suicidio de su hermana menor. Hubo un enamoramiento incestuoso y sigue presente el sentido de culpa por ser hijo de uno de los creadores de la bomba atómica. Hay, pues, un Apocalipsis personal, de pequeño ámbito, que parece más insuperable que el gran Apocalipsis, ese trabajo en el proyecto Manhattan que culminó con el primer gran hongo atómico y la premonición de cientos de miles de vidas truncadas.

McCarthy soluciona la obra generando largos diálogos entre el protagonista y los personajes que le salen al camino. El autor parece más interesado en resolver la narración a través de técnicas teatrales, pero los diálogos no provocan avances en una acción que se estanca. En realidad, se trata de solucionar una crisis, que es la del protagonista y que supone, damos por entendido, resolver muchas de las inquietudes del propio McCarthy. Los seres con los que topamos salen con mucho fuera de la norma y permiten disquisiciones sobre ciencia y filosofía, mientras damos por supuesto que el personaje sigue sin resolver su crisis existencial, que lo es en el doble término: su existencia peligra y peligra también su alma, como peligran la de tantos personajes de Herman Melville. Con esa prosa potente del autor, que ha ido reduciendo hasta dejarla en los huesos, se nos lleva por un texto digresivo, en el que la reflexión se impone sobre lo puramente narrativo, como ya sucedía en la obra de teatro The Sunset Limited. Nuestro autor ha dejado definitivamente de lado ese mundo tan físico, en el que se implicaban siempre los cinco sentidos, que nos hizo vivir en territorios fronterizos, sobre todo en Hijo de hombre, La trilogía de la frontera o Meridiano de sangre. Ahora estamos en terreno de la metafísica y ahí se va anunciando el final de una vida enamorada de la literatura.

De hecho, la segunda novela del volumen, Stella Maris, en la que el protagonismo lo lleva la hermana, estas intenciones llegan a la efervescencia: no hay relato, a no ser que consideremos relato la descripción, reconstrucción del pasado en pequeños apuntes incluida, de una esquizofrenia paranoide. Alice, la protagonista, posee una inteligencia superior y unos conocimientos para los que se suele requerir unas docenas de años de aprendizaje por encima de la edad que ella tiene. Es una adolescente superdotada que se interna en un psiquiátrico y a la que conocemos a través de las conversaciones con el psiquiatra. No hay acotaciones ni descripciones. Sólo los diálogos, que no cesan de divagar entre la ciencia y la filosofía, aunque de vez en cuando se nos recuerda el peso de ser hija de un científico que participó en la creación de la mayor arma de destrucción masiva jamás inventada.

La obra es difícilmente creíble, pero parece que la apuesta por ese adverbio es su punto fuerte. Esa dificultad será la que nos mantenga atentos, pues nos hace estar temiendo, cada dos por tres, que nosotros también podamos caer en el viaje a la locura que emprendió la protagonista. Dicho de otro modo, lo que nos atrae es la incertidumbre, ese principio sobre el que se cimentan nuestros días y nuestras noches y con el que tanto nos cuesta reconciliarnos. El lenguaje y la percepción no son singularidades sujetas a certidumbre, sino a interpretaciones. Y eso, que también da lugar a la poesía, nos deja con los pies en el aire constantemente. Refugiarse en la certeza de las matemáticas no es la solución. La solución pasa, parece decirnos McCarthy, por aceptar que somos diálogo.

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