“Un árbol que tiembla”, de Isabel Marina

Por Ángel Alonso. REVERBERACIÓN EN LA MEMORIA

Transita Isabel Marina en sus versos por una memoria diluida en las nieblas del sueño y de la melancolía, “esa pátina de luz sepia / del paisaje en la memoria”. Por sus versos deambulan, sonámbulos, personajes que parecen sacados de un cuadro de Delvaux: silos de carreteras secundarias, estaciones solitarias, muelles de Venecia, palacios de Estambul, la soledad de las estatuas, andenes abandonados, autobuses sin paradas. Son sus poemas una crónica sentimental, como subraya Ángeles Carbajal en el prólogo a Un árbol que tiembla, y al mismo tiempo recreación simbólica, “pacto entre sangre / y olvido”. Dueña de una voz genuina y reconocible, edificada a contracorriente, que ha ido condensando y aquilatando desde sus anteriores libros, Acero en los Labios y Un piano entre la nieve, su palabra no es impostada y altisonante, sino sincera e intimista: la lluvia no cae en la cursilería, las plazas abandonadas no son un manido tópico, el brillo del sol en la playa cobra inusitados matices. Quiere con su palabra luchar contra el olvido, quintaesenciar la vida y transformarla en poesía, sanadora y salvadora. Así, la presencia tutelar del padre, la candidez del abuelo, la vieja casa familiar o la imagen de su madre en un móvil sustentan esta biografía lírica, pero también las lecturas, como el homenaje a Luis Rosales o las referencias a Paul Valéry, y los viajes de su juventud y de su presente (Estocolmo, Cefalú, Biarritz). Las sombras tutelares habitan viejos rincones que se niegan a desaparecer (“la casa está llena de silencio”), y el río de Heráclito se escapa entre los dedos, “en constante oxidación”, y se ansía “la esencia de los días”: el tiempo no existe en el poema, y todo es aquí y ahora. Porque también el presente cabe en esta elegía, y el sofá, el televisor y los perros, la cotidianeidad, será algún día recuerdo y misticismo. Incluso su ciudad, Avilés, se asoma por algún verso: “abandonado/ paisaje industrial”, “poblados de trabajadores/ de los años de posguerra”. Es Isabel Marina una poeta que ha decidido no explotar su condición genérica, pero sí que en algún poema se atisba algún destello de reivindicación, como en el onírico “Día de clase”, en el que podemos leer: “ellas nos dicen que no podemos naufragar si no tenemos miedo.” En “No soy yo”, por su parte, se autorretrata a partir de sus ausencias: “soy la sombra de otra/ que no llegó a existir”, y en “Polvo entre los dedos” contrapone la carnalidad con la fugacidad de lo vivido.

Como hemos dicho, si algo caracteriza la poesía de Marina es su simbolismo: pájaros, flores, viento, rocas, espejo, cueva… remiten a una realidad inefable, pero no por ello menos verdadera. Y a la inversa, la realidad, los objetos que nos rodean, pueden leerse como enigmas que trascienden su fragilidad y finitud. Y mucho de simbólico tiene el uso del espacio en los poemas de Marina: por lo general los espacios abiertos (playas, pero también estaciones, gasolineras, supermercados y hasta fiordos) invitan a la vida, a la evocación vitalista, pero también a la desolación y al abandono; mientras que los espacios cerrados simbolizan tanto la angustia y el dolor (cuartos cerrados, zaguanes, pozos) como la metonimia de los ausentes (“Habitaciones”).

El amor es otro de los temas del poemario, un amor contenido, sin arrebatos, pero profundo y arraigado: “Tarde o temprano/ habremos de aceptar/ que nosotros también fuimos/ un imposible.”. Y junto al amor, la muerte, porque la vida no es más que un aprendizaje del fin, de la desaparición: pavesas, cenizas, polvo, óxido.

La música es otro elemento querido a la autora, porque ordena el caos y acaricia nuestro espíritu: Falla, Puccini, John Field, Chopin, Jessye Norman, Bach. Como lo es también la pintura de Monet o de Caspar David Friedrich.

La reflexión metapoética, sin ser esencial al libro, sí que vertebra un buen puñado de poemas: “En mitad de la noche”, “Poesía, “Lo innombrable”: “si no es para comprender,/ la poesía no vale nada”. Así, en “La poesía no es literatura” deja patente que para ella el lirismo no es consecuencia de un artefacto lingüístico, sino que impregna la realidad (resplandor rojizo, onda del estanque, luz del cuarto poblado de libros): “la extraordinaria/ belleza del mundo”.

Cierra el libro un poema que es toda una declaración de principios y una defensa del optimismo: “este es el comienzo de un día,/ de una nueva claridad.” Y por sus páginas nos han acompañado las sugerentes y sutiles ilustraciones de Federico Granell. Todo un regalo para el espíritu.

Un árbol que tiembla

Isabel Marina

Prólogo de Ángeles Carbajal. Ilustraciones de Federico Granell.

El sastre de Apollinaire. Poesía, 75.

Madrid, 2022.

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