Las cadenas invisibles
Ricardo Álamo.- Hace poco tiempo un escritor amigo mío me decía que cada vez es mayor la tendencia de los escritores de aforismos actuales a componer textos con las mínimas palabras posibles con el fin de aturdirnos con su brillantez, agudeza e ingenio. Según él, esa clase de escritores no harían otra cosa que poner toda su inteligencia al servicio del deslumbramiento o del fogonazo de luz que nos ciega. Llevados por la voluntad de querer poner en cada aforismo algo nuevo, distinto, algo que nos conmueva, nos haga sonreír o nos sorprenda indefectiblemente, estarían así refrendando aquella feliz idea que tuvo Benjamín Jarnés de llamar a los libros de aforismos “cofrecillos de sorpresas”. No le quito razón a mi amigo, pues como él uno también piensa que, en un mal entendido ejercicio de la literatura y el pensamiento breves, muchos escritores de aforismos de hoy en día pareciera que no tuvieran otro referente formal que el estilo agudo y juguetón de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, olvidándose de que —aparte de la gracieta ingeniosa o de la fugaz cohetería verbal— en España ha habido otros maestros aforísticos más hondos o más reflexivos, como Juan Ramón Jiménez y José Bergamín, cuyas sentencias o arbitrios le deben menos a la simple humorada o a la feliz ocurrencia que a los juicios llenos de intenciones, críticos, inteligentes o perspicaces. Cree uno que el aforismo tiene que prestarse a decir algo que le haga pensar al lector, que no se quede en la mera expresión de un lugar común que a cualquiera pueda pasársele por la cabeza. Pensar, escribir y hacer pensar tendrían que ser tres pilares fundamentales que todo aforista que se precie de serlo debería tener en cuenta a la hora de poner sobre el blanco cielo del papel sus reflexiones, y si además deleita, mucho mejor.
Por fortuna, no todos los que hoy en día se dedican a esa literatura mínima (que no menor) se dejan llevar por esa mayoritaria tendencia a singularizar el pensamiento en la mera agudeza o en el artificioso ingenio. Un intento de romper esa tendencia es este tercer libro de aforismos de Jaime Fernández, cuyo título, El espectador en la caverna, no sólo no está puesto a tontas y a locas, sino que además —por sus claras reminiscencias filosóficas— representa un manifiesto guiño al lector de hacia dónde van dirigidas sus ideas. Ideas que naturalmente ponen en cuestión, como ya hiciera Platón en el mito de la caverna o en el amplio desarrollo de su metafísica, la generalizada actitud pasiva de la gente ante la realidad que les rodea así como la enorme pero peligrosa trascendencia que tiene el potente caudal de imágenes con que nos bombardean a diario frente al casi siempre más frágil discurso de las palabras. Tributario de ese posicionamiento crítico del pensador ateniense, Jaime Fernández subraya en varios de sus aforismos lo que de acomodaticias y despreocupadas tienen las masas de las sociedades modernas, alimentadas cada vez más por un sinfín de imágenes en las más variadas expresiones que no da tiempo a digerir críticamente, y que las lleva, en el peor de los casos, a confortarlas en el papel de meras espectadoras de una realidad mucho más compleja de lo que en apariencia se la representa. De esa complejidad —viene a decir el autor— pocos son los que se percatan y, por contra, muchos los que se dejan llevar por las distracciones con que se los quiere entretener. Como en Matrix o como en la propia alegoría platónica, la verdadera realidad no se revela tal cual es, sino que permanece oculta, pero a diferencia de lo que ocurría en aquella mítica caverna donde los prisioneros sí eran conscientes de las ataduras que los encadenaban y que les impedían ver otra realidad distinta de la que tenían frente a sus ojos, los modernos prisioneros de las sociedades actuales no perciben las “cadenas invisibles” que los atan a sus cómodos asientos. Por eso Fernández resalta que «El espectador cree elegir entre la tediosa plétora de distracciones que se le ofrecen, pero no ve las cadenas invisibles que lo atan a la butaca, al contrario que los prisioneros de la caverna platónica». Esta idea, como puede apreciarse, por poco original, no es que nos lleve a descubrir el Misisipi, y acaso porque ya estamos demasiado saturados de un discurso socio-político progresista que sigue insistiendo una y otra vez en el adocenamiento a que el sistema económico y cultural de nuestro tiempo conduce al conjunto de la ciudadanía no parece sino que repitiera un lugar común, demasiado común, sin ir más allá de lo ya consabido.
Con todo, no se piense ni muchísimo menos que el libro de Jaime Fernández está armado con copiosas y diversas referencias filosóficas, pues salvo el mencionado Platón y algún que otro guiño a su maestro Sócrates («Ya se sabe bastante si se sabe que no se sabe nada»), la mayoría de sus aforismos pivotan sobre un heterogéneo repertorio de cuestiones, que van desde la representación de un yo soñado, de un yo especular o de un yo externo («Los sueños nos dicen de nosotros mucho más de lo que nos decimos cuando nadie nos oye», «A medida que nos alejamos del pasado, éste nos va pareciendo más soñado que vivido», «Creemos conocernos porque nos vemos de la misma manera. Pero los demás nos conocen porque nos ven de maneras diferentes», «Los demás son nuestro espejo. Sin ellos no podemos vernos, aunque intuyamos el aspecto que debemos ofrecer») hasta un encarecimiento de la imaginación («El exceso de realidad empobrece la imaginación», «La experiencia priva de oportunidades a la imaginación») o un trillado muestrario de disquisiciones sobre el mundo de la lectura y de los libros («Libros en los que se entra con los ojos cerrados y se sale con los ojos abiertos», «Un libro no muere mientras conserve el don de decir a los lectores lo que son», «Libros en los que entramos enseguida y de los que no sabemos salir», «Libros que caen en nuestras manos y libros que se nos caen de las manos», «Ya se habla más de los autores que de sus libros. Incluso no hace falta leerlos para hablar de ellos», «El lector cree haber leído un libro, hasta que la relectura desbarata su creencia» o «Se escucha un libro cuando se lo lee por primera vez; se conversa con él cuando se lo relee»). Todas estas ideas, como puede verse, no son precisamente novedosas. Están bien dichas, sí, pero sin procurar una mirada distinta con respecto a lo que cualquier avisado lector ya sabe de antemano.
No obstante, pecaríamos de un exceso de reprobación crítica si no destacáramos que El espectador en la caverna también contiene una amplia serie de aforismos felices o redondos, especialmente aquellos que indagan en la psicología humana o en la vida en general, más allá de posicionamientos filosóficos trillados de moralina liberal, como por ejemplo cuando oportunamente el autor afirma —con ciertos ecos maxaubianos— que «En esta vida si sólo se gana, se gana la mitad. Para ganar del todo es preciso perder también», o cuando refiere astutamente que «Permanecer siempre a la defensiva nos vuelve cobardes» o que «El rencor agranda las ofensas recibidas, si es que no las inventa». A mi parecer, es aquí, en este tipo de aforismos, donde Jaime Fernández muestra más incisivamente su inteligencia a la hora de examinar y hacernos comprender las muchas imperfecciones que sustentan al alma humana, lo cual, en fin, no es poco mérito, teniendo en cuenta además su resuelta determinación a no querer ejercer el oficio de aforista como mero muñidor de sorpresas.
Jaime Fernández, El espectador en la caverna. La Isla de Siltolá, Sevilla, 2022.