Las cenizas de Pasolini; o la desnudez del más valiente de los profetas
Por Rubén Téllez.
Como un espejo capaz de reflejar las enfermedades más mortíferas, los temores más enraizados y los odios más viscerales que esconde un ser humano, pudiendo, además, señalar el germen de los mismos, así se podría definir a Pier Paolo Pasolini, polifacético humanista italiano que dominó cada disciplina artística que practicó, hecho que, sumado a su preciso verbo, a sus ilimitados conocimientos lingüísticos y a sus afilados análisis de la sociedad de su época, le convirtió en el mayor intelectual de la segunda mitad del siglo XX.
Escribió Pasolini en Análisis tardío: “Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa,/ que todo aquello que toco ya lo he tocado,/ que soy prisionero de un interés indecente,/ que cada convalecencia es una recaída,/ que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo,/ que también el humorismo forma parte del bloque inamovible,/ que no hago otra cosa que reducir lo nuevo a lo antiguo,/ que no intento todavía reconocer quién soy (…),/ que me gusta embarrarme porque el barro es materia pobre y por lo tanto pura,/ que adoro la luz sólo si no ofrece esperanza.” Sin ignorar la excelsa calidad literaria de estos versos, el elemento a destacar del poema es sin duda alguna la valentía con la que el poeta ofrece su desnudez a unos lectores que, en el momento de la publicación, tenían unas opiniones proféticamente polarizadas con respecto a su figura.
Pero esa desnudez que el italiano convirtió en arma principal con la que luchar contra una sociedad consumista que ofrecía, y ofrece, una falsa imagen de libertad a una masa convertida en estadística con el objetivo de simplificar sus deseos, de mermar su vitalidad y de convertir su existencia en una carrera de fondo hacia ninguna parte para amplificar los beneficios económicos de las empresas, no es, en ningún caso, la desnudez exhibicionista que tanto éxito tiene estos días.
Pasolini bañó toda su obra con esa energía vital tan propia, dotándola de una expresividad homogénea pese a su heterogeneidad que no poseen las filmografías de contemporáneos como Fellini o Antonioni. Es cierto que en cintas como Edipo rey o Las mil y una noches se sirve de la metáfora para filmar su propio psicoanálisis o para reflejar su dificultosa situación amorosa, pero, como no puede ser de otra forma, en ambas consigue elevar lo particular al plano general, ofreciendo no sólo un retrato de sus fobias y filias, sino los de una población en pleno proceso de cambio, consiguiendo, además, alcanzar su cumbre artística al rodar algunas de las imágenes más arrebatadoramente poderosas, por bellas, por sugerentes, de toda su filmografía.
Sus películas son, por otro lado, el diario más fiel y diáfano que pueda haber de los catorce últimos años de su vida. No reflejan, como es el caso en otros artistas, la maduración ética y estética que sufre su obra, puesto que, a pesar de que en su primera cinta, Pasolini no tenía los conocimientos técnicos que suele precisar un director, sí tenía una clara e inamovible idea de lo que quería filmar y de cómo quería hacerlo. Su realismo poético, por tanto, se mantiene invariable en toda su filmografía. El espectador que se acerque a su obra de forma cronológica verá pasar ante sus ojos un fresco de la Italia, y la sociedad occidental, de los años sesenta y setenta, de sus acontecimientos más significativos, de los cambios que la convirtieron en lo que es hoy, de las denuncias que, de forma incansable, clamó el italiano.
Toda su filmografía se mueve entre las contradicciones lógicas que nacen cuando un ser humano sigue sus pulsiones de forma natural y sincera; desde su mirada neorrealista, pero esteta, en Accattone y Mamma Roma, pasando por su particular visión sobre los textos bíblicos en El Evangelio según Mateo, sus agudas disecciones de la burguesía italiana en Teorema y Pocilga y el utópico oasis de libertad, tan ansiado como finalmente repudiado, materializado en la Trilogía de la vida, hasta llegar a Saló, o los 120 días de Sodoma, que se presenta como la cinta definitiva en la que la desesperación, el desasosiego y la sensación de pérdida adquieren la consistencia de lo tangible hiriendo de muerte al espectador de la época.
Resulta paradójico que el público del siglo XXI se acerque a Saló por el morbo de sus escenas más escatológicas, convirtiendo la que Pasolini consideró como una cinta inconsumible en, precisa y tristemente, un producto de consumo más, ignorando así su poderosa simbología, la potencia discursiva de sus imágenes y en general, todos los rasgos que la convierten en su película más feroz, en una de las grandes metáforas de la historia del cine, en una de sus obras maestras más inconmensurables, por mucho que duela.
No ha habido, y probablemente no habrá, un director con la inteligencia, la sagacidad y la valentía que poseía Pier Paolo Pasolini. Ahora que Hollywood, con sus interminables, trilladas e insultantes sagas, ha convertido el cine en un producto de consumo que se fabrica en cadena para una masa que no quiere ni puede reflexionar, el espejo que era Pasolini ofrecería algo de luz, posiblemente sin esperanza, pero luz, al fin y al cabo, en este panorama apocalíptico. Pero como él mismo escribió, “sólo el amar, sólo el conocer/ cuenta, no el haber amado,/ no el haber conocido. Da angustia/ vivir de un amor consumido. El alma no crece más.” Siendo conscientes de que Pasolini no volverá, de que añorarle sólo traerá una envenenada nostalgia, lo único que se puede hacer es celebrarle mientras el infierno, como él mismo predijo, asciende.