LA FUERZA DE LA COSTUMBRE
HÉCTOR PEÑA MANTEROLA.
Estos últimos días, a costa de publicar una novela, he descuidado ligeramente mi escritura. ¿Veis? Ahí aparece un adverbio, tan molesto como un ramillete de ortigas. Comienza a pasarme factura.
En mi inocente autoconsuelo, me digo a mí mismo: «Héctor, hombre, no seas tan duro. Lo que estás haciendo es parte del trabajo ¿no? Escribir es un arte, pero publicar es un negocio». Aprieto los dientes, paso página, reviso el libro físico, las redes sociales, el Excel donde anoto los participantes del sorteo, y respondo a los e-mails de libreros y lectores que acaban de apostar por mí. Eso vale oro, lo dice alguien que de tahúr solo tiene el sombrero.
Y, sin embargo, cada vez que reviso el reloj —en chiquitito, cuatro numeritos en digital postergados respecto a mi vida en la esquina inferior derecha de la pantalla—, me siento como un soldado que disfruta de su primer permiso. Acabo de llegar a la estación del tren editorial, embarco en un trayecto que surcará las planicies de mi vida durante meses, puedo bajar la cabeza y relajarme un poco. Quizá, incluso dormitar. Es fantástico. El trabajo de tanto tiempo —con sus honrosas excepciones— ha dado sus frutos. Por molar, hasta los marcapáginas. El otoño cubre el cénit de Cantabria al tiempo que un rayo de sol huye, insolente, de la tiranía de las nubes. Ocurre que, como el soldado que soy, desde que me alisté en el ejército literario no he conocido más perfume que el benzaldehído de los libros viejos. Miro por la ventana y me imagino que en la planicie entre cada parada —que es una presentación, una futura entrevista, un evento— crecen los gnomos de la siguiente novela, algunos viejos conocidos cuyos mensajes de texto —y borradores— dejo en visto a sabiendas de que algún día deberé responder. Como soldado, he dicho, la guerra se ha convertido, a fuerza de la costumbre, en mi vida.
Entonces me rebelo y, entre los invisibles gnomos de llanura, visualizo mi escritorio, la pantalla en blanco y negro donde la primera versión de un futuro manuscrito toma forma. El cielo azul palidece, la vegetación se torna oscura, los gnomos abren la Biblia por su segundo libro y acuerdan que el tiempo del Éxodo ha llegado. El escritor, como cualquier otro profesional, se crea a través de la costumbre. Es un asesino en serie de libros: nace, sí, pero también se hace. Consume creaciones ajenas, espía a la gente por la calle, escucha lo que ¡diablos! ¡Escucha lo que no le importa un carajo! Y escribe, vaya si escribe, hasta desgastar las letritas que machaca mecánicamente en el teclado.
Quizá tenga que ver con la naturaleza del artesano o, perdónenme las pretensiones humanistas, del propio ser humano. Tiro un triple. El tiempo en que el escritor era considerado por la mayoría como un ente tocado por algún tipo de vil gracia, pasó. Es la práctica la que hace al maestro, y es en el día a día donde se agudiza la sintaxis, donde nace la poesía y la grafía firma un contrato vinculante con el alma de cada lector.
Estos días —comenzaba diciendo— en que el trabajo forzoso de promoción, organización e ilusión, opacan el entrenamiento, me arrebatan una conexión con esos personajes y gnomillos sidosos que habitan en el limbo de cada futura aventura. Falto al té con mis amigos. Tiro más triples, y muchas veces fallo. Pero cuando este tiempo pasa, cuando me caliento un café y puedo adivinar su aroma abriéndose camino entre el de los libros viejos, es cuando me siento a la mesa, me olvido de ese diminuto reloj digital y del mundo entero, aporreo lo que queda de lo que durante algún tiempo fue un teclado, y vuelvo a sentirme escritor.
Muchísimas felicidades !! Excelente trabajo !! eres un Crack !!
♥️