Ricardo Álamo.- Muy pocos son los que se atreven a navegar por las procelosas aguas de la filosofía hegeliana y, entre esos atrevidos, muy pocos aún son los que resisten la larga y ardua travesía de leer una por una todas las obras del pensador estucardo, cumbre del Idealismo alemán y genuina conciencia de la modernidad. Y si bien es cierto que no son muchos los que llegan a culminar con éxito ese duro proceso de lectura, no lo es menos que solamente a un reducido grupo de ellos no se les pasa por alto una cualidad poco asociada a un sistema filosófico reputado de áspero y complejo, a saber: el humor. Sí, han leído bien, el humor. Pero, claro está, tratándose de Hegel, no se vaya a pensar que sea un humor chabacano o un humor de chisgarabís. Lejos de rebajarse a las humoradas gruesas y groseras del populacho, el humor hegeliano presupone en el lector no solo una astucia fina y penetrante, sino también una elevada conciencia y una estrecha familiaridad con el significado preciso de los conceptos de su sistema: Absoluto, Espíritu, Finito, Infinito, Dios, Razón, Autoconciencia, Libertad, etcétera. Así, se puede comprender inteligentemente la ironía o el humor que subyace en la relación que Hegel establece entre, por ejemplo, la autoconciencia y un calcetín («Una media zurcida es mejor que una rota, no ocurre así con la autoconciencia») o la posibilidad de una excitación sexual mediante la filosofía («Ideas filosófico-naturales, esto es, fantásticas e irracionales. La excitación por medio de la filosofía es una enervación que no llega a sustancialidad alguna») o incluso la semejanza entre la mirada de una campesina dirigida a una vaca y la mirada del filósofo dirigida a la infinitud («La campesina vive en el círculo familiar de su Lisa, que es su mejor vaca, y luego de su vaca negra, su vaca parda, etc., así como en el Märten, su chiquillo, y Urschel, su muchacha, etc. Del mismo modo, la infinitud, el conocer, el movimiento, las leyes físicas, etc., son cosas familiares para el filósofo. Y lo que para la campesina son el hermano y el tío fallecidos, eso son para el filósofo Platón, Spinoza, etc. Una cosa tiene tanta realidad como la otra, pero esta última tiene por delante la eternidad»).
Pero dejemos el humor de Hegel a un lado y centrémonos en la edición de estos Aforismos de Jena, al cuidado de la cual se encuentran los profesores Manuel Barrios Casares y Juan Antonio Rodríguez Tous, dos de los mejores estudiosos españoles del Idealismo alemán, uno catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla y otro profesor en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona (1994-2005) y profesor en la Universidad de Sevilla (2011-2018). A ambos, por cierto, les debemos la fundación en 1985 de Er, revista de filosofía en la que aparecieron por primera vez traducidos estos aforismos de Hegel y que ahora Athenaica ha tenido la feliz idea de recuperar en edición bilingüe acompañada de una esclarecedora introducción y de un aparato crítico de notas que localiza citas y referencias ignoradas hasta la fecha. Precisamente en esa introducción se nos dice que los aforismos de Jena fueron redactados por Hegel entre 1803 y 1806, años decisivos en la composición de su gran obra, la Fenomenología del espíritu. Del importante papel que tales aforismos (99 en total) jugaron en la redacción de la Fenomenología nos habla el hecho de que muchos de ellos contienen ideas que luego Hegel incorporará ad pedem litterae o con mínimas variaciones en el Prólogo de dicha obra, donde, entre otras cosas, se denunciará la mediocridad en la que estaba instalado el pensamiento alemán de su época. Por eso no es de extrañar que algunas de las dianas a las que se dirigen los dardos aforísticos mordaces de Hegel sean la de los filósofos banales, la de los recensores (a los que llama sepultureros) o la de los publicistas (como el escritor, arqueólogo y crítico de arte Karl August Böttiger, de quien dice que no era más que un garabateador de leyendas y un trompestista con los carrillos hinchados). Quizá porque no estaban pensados para ser publicados, a Hegel no le tiembla la mano a la hora de lanzar toda su artillería contra los críticos que le ignoraban, el pueblo bajo, los filósofos populares o los pensadores mediocres y nacionalistas.
Con ser en algunos casos retazos de cartas, extractos de lecturas de libros y periódicos e incluso citas casi literales de obras ajenas, estos aforismos no condescienden a ser una mera expresión del desahogo de quien se siente a disgusto con la filosofía de su tiempo. De ahí que tampoco haya que leerlos en clave de resentimiento por parte del pensador alemán respecto a la vía muerta a la que habían llegado las filosofías de Schelling, Jacobi o Fichte, ninguna de las cuales había sido capaz de superar la escisión entre lo finito y lo infinito, pues, según Hegel, solo el saber desplegado completamente llegará a ser consciente de la identidad de ambas dimensiones. En Jena es precisamente donde Hegel se despegará definitivamente de esas filosofías y se quedará totalmente solo a la hora de articular un sistema filosófico en el que anunciará que la autoconciencia finita ha dejado de ser finita y se hace por fin Absoluta.
Si estos aforismos, en fin, son importantes es porque muestran de manera directa la gestación de ese proceso de construcción del espíritu Absoluto, atacando en clave irónica y mordaz el racionalismo kantiano, el misticismo irracionalista o el fideísmo, todas ellas manifestaciones o representaciones de una filosofía que Hegel consideraba ya esclerotizada…, cosa que, a tenor de la influencia que su pensamiento tendría después, no parece que estuviera errada.
G. W. F. Hegel, Aforismos de Jena. Edición bilingüe de Manuel Barrios Casares y Juan Antonio Rodríguez Tous. Athenaica, Sevilla, 2022.