Un caos que ordena la escritura
Elena Marqués.- Tras leer Ruido y eco, de Ricardo Álamo, me entran unas ganas irreprimibles de conocer a quien lo ha escrito. Busco en San Google, pero su nombre me remite a un actor, modelo, director y productor venezolano que no me cuadra con ese «yo« que me cuenta y se cuenta con cierto descaro y espíritu crítico en el pequeño libro de Newcastle Ediciones.
Ricardo Álamo, nacido en Sanlúcar de Barrameda, según dice, por azar, pero connatural al estero ayamontino, se desenvuelve en este libro en el terreno movedizo del diario-libro de apuntes, en la frontera entre el recuerdo, la opinión y la literatura. O sea, genéricamente, en la indefinición. Digamos que Ruido y eco se compone de fragmentos más o menos extensos en los que tan pronto vierte un parecer como cuenta una decisión vital, la de convertirse en profesor de Filosofía; hecho que conjeturo bastante determinante en sus temas y aficiones y, por qué no, en la factura de esta obra.
Es, pues, Ruido y eco un libro muy personal de no ficción cuyo único hilo conductor, si es que ha de tenerlo, es la voz del autor, quien, entre otras cosas, pone, como suele decirse, el parche antes de que salga el grano advirtiéndonos sobre el valor o no de estos testimonios. «Como si lo que uno escribiera de uno mismo fuese lo más importante que puede escribir».
A mí, como en todo, ha habido fragmentos que me han despertado más interés que otros, y confieso (seré curiosa, aunque habitualmente lo niegue) que han sido sobre todo los que hablan de sus veranos asalvajados por los arenales del sur y sus miedos iniciales en la ciudad donde estudió. Quizás porque en ellos se vierta cierta ternura que, en mi actual estado vital, me hace mucha falta. También, por supuesto, aquellos que hacen referencia a «personajes» del mundo literario, de la cultura y de la comunicación (Trapiello criticando a García Montero, la famosa desaparición de Agatha Christie, las referencias a editoriales cercanas), especialmente los que muestran ciertas debilidades y lados oscuros, los que deshacen mitos y humanizan caracteres, que bastantes tontos endiosamientos sufrimos hoy para perseverar en ellos.
Aunque lo que más se expone, dentro de los límites sobre los que el mismo autor habla (todos morimos con nuestros secretos, eso está claro), es el mismo Ricardo Álamo. Y lo que descubro de él me gusta. Especialmente su valentía al pronunciarse sin tapujos sobre temas polémicos, como el siempre lastimoso estado de la educación en España. Envidio su agudeza en la observación de la actualidad («Una sociedad que maximiza sus deseos es una sociedad que minimiza su realidad. O sea, una sociedad infeliz») y, por supuesto, su sentido del humor, que parece afilarse al hablar precisamente del mundo o «mundillo» literario y sus puñaladas (esa referencia a los finalistas de un certamen literario y sus extravagantes biografías, entre los que descubro a algún que otro conocido, me ha arrancado una amplia sonrisa), o en la descripción de cierto tipo muy común y reconocible que no me resisto a reproducir aquí, cuando dice que «los días de diario, como hoy, los senderistas velan armas en el interior de sus adosados frente a la pantalla del ordenador o en las alturas de sus bloques de hormigón, esperando que llegue el fin de semana para salir pitando hasta aquí y respirar aire puro y andar y mirar y sobre todo hacerse fotos cada pocos metros». Quien no se reconozca que se quite la venda, por favor; yo misma soy un poco senderista estacional. Ah, y también me ha gustado mucho alguna que otra frase que bien podría definirse como aforismo («Debe ser agotador —y aburrido— ver la realidad con las mismas gafas ideológicas toda la vida»).
No puedo obviar, junto al ruido (¿el que Álamo se atreve a proferir, consciente del desorden en que se vierten los fragmentos?), el otro término que compone el título, pues es cierto que en este pequeño volumen resuenan los ecos de muchos otros autores, de los que reproduce de forma literal opiniones con las que seguramente comulga y que no han perdido actualidad. A mí me atrae especialmente esta de Josep Pla, uno de los escritores más mencionados, posiblemente por haber sido testigo de excepción de la historia del siglo XX: «El intelectual es generalmente un ser amoral, en el sentido de que es amoral todo ser vanidoso, refinado, todo hombre que cree que es diferente de los demás», pensamiento que no creo que se sitúe casi al final del libro por pura casualidad, pues sirve para cerrar cierta estructura circular de la obra y volver a justificar la escritura del yo, diarística o confesional, el interés que despiertan las vidas pequeñas. Aunque, a los ojos de cada cual, la de uno nunca lo es. O, si lo es, es lo único que tiene. Y eso es bastante para querer dejarla por escrito en la forma que sea. Que la fórmula escogida sea esta especie de miscelánea no hace sino reconocer que en eso consiste realmente la existencia: en un caos al que solo la escritura puede poner orden.
Ricardo Álamo, Ruico y eco. Newcastle, Murcia, 2022. 110 páginas.