«La casa de las luciérnagas», de Rafaela Hames Castillo
Por Jesús Cárdenas.
Si nos detuviésemos en la lectura de cualesquiera de los poemas que conforman la antología, La casa de las Luciérnagas, bellamente ilustrado por Detorrres, intuiríamos que dos motivos nos ofrecen el ideario de la poeta Rafaela Hames Castillo, que son el agua y la infancia.
El recurrente motivo del agua obedece a una compleja expresión de asociaciones analógicas. Su complejidad poliédrica viene expresada a través de elementos que arraigan tanto en la tradición popular como en la escrita (griega, musulmana…). Es decir, tiene un valor universal. Ahora bien, veamos en qué contextos y qué matices le otorga la poeta cordobesa.
Primeramente, deducimos que en el discurso poético de Hames el agua es motivo de celebración y también de nostalgia; posee un componente de vida (conexión con el origen de la vida, etc.) y otro de anclaje espiritual. De forma análoga se le presentaba a Juan Ramón Jiménez, con la diferencia mayor que en el poeta de Moguer el mar estaba en constante lucha; en cambio, en nuestra poeta las olas del mar vendrán cargadas de dudas que el sujeto se encargará de despejar. El componente que palpita e insufla vida está muy ligado al discurrir contemplativo de la vida, al detenimiento ante la manifestación de la naturaleza. Y el espiritual nos conduce a la interioridad con que conecta, sabiamente, presente y pasado, hasta formar un tiempo único.
Como motivo relacionado con la tradición popular que es, el agua tiene un elemento casi mágico, de absoluta perplejidad, y como siempre un bien escaso; más aún cuando se le asocia otro elemento indispensable: la luz. Entre ambos, “una expulsión de vida”, como advierte en su análisis Antonio Jesús Serrano Castro en el detallado prólogo.
En los poemas seleccionados de Funámbulos (1994), su primera obra (que cuenta con una menor representación en la compilación), hallamos un poema que nos invita a estrechar nuestros lazos con la naturaleza (invitación semejante se halla en la poesía de Basilio Fernández, siempre sustanciada en la palabra). Y en los verbos caminar, encontrar, hallar y unir se intuye una interrelación con la mística. De este modo concluye su revelación:
Y te sabrás unida a ella,
cuando camine descalza
sin rozar con sus pisadas
tu hermoso descubrimiento:
la senda por donde pasas.
Otro de los elementos con los que asocia, comúnmente, el agua es el crecimiento de la vegetación, las flores, la vida al cabo, que a su vez, connota otro motivo, el del amor. Se trata de una interrelación entre vivir y desvivirse. Así de símbolo en símbolo, nos llegan los versos anhelando el deseo. Veamos todo el contenido que se desprende de la imagen de las olas en los versos tendidos, que figuran en Desde la aurora (1995):
Y he vencido a las noches sin estrellas
abrazando columnas de luz entre las nubes,
profundamente lejos, muy adentro del mar,
zambulléndome en un naufragio de caricias
procurando que nadie me pudiera rescatar.
Ser agua (1998), su tercer libro, supone un punto de inflexión en la trayectoria poética de Rafaela. Fue el momento en que se dio conocer a un público más amplio. En estas composiciones la poeta cordobesa dota al agua de una gama amplia de connotaciones: es infinitud, alegría, espontaneidad, meditación, brío, misterio, purificación… y, por lo tanto, memoria. Y será el agua salada quien atraerá sus recuerdos, el mar traerá nombres extraviados pero no perdidos. Se reitera la vida y, paralelamente, se concibe lo temporal en un devenir de los sentimientos. Una ausencia reclama el juego de una niña en la orilla de una playa, o tal vez esa sea una imagen que nos llegue. Desde la perspectiva de la niñez hace correr una cascada de ternura en enumeraciones, en los que fluye como el asombroso elemento, el verso libre:
y unir tus pie descalzos a su mansa frescura,
entregarle tus huellas,
dejarla inundar tus manos, bañarse en tus brazos,
recorrer con sus leves caricias las distancias
dormidas de tu pecho
Los pasos dados en su anterior libro se afianzan reconociendo en el discurso poético de Rafaela un verso largo pero claro, cadencioso, pleno de imágenes. El tránsito (2000) cuenta con poemas duros, llenos de rabia, que gritan a la conciencia, porque hay muchos que se descuelgan de la madre Naturaleza sin saber que somos tan sumamente frágiles. Y en esto se relaciona con los sonetos de Rilke y, en mucho, con la poética de Matsuo Bashō. He ahí una fórmula en que se transforma el símbolo:
Y supe del amor que no se dio
ya fermentado, hirviendo entre sus míseros
despojos como aguas encalladas
que a fuerza de luchar contra sus diques,
optaran, descompuesta ya su espera,
por ir asesinando a sus especies.
Algo más que luz (2012) se recrea en torno al misterio. Fe y esperanza traslucen un camino con versos, bien encabalgados, que se escamotean tras una historia, un suceso de separación y posible reencuentro: «Habrá de ser cuando marche también / de este mundo del que somos inquilinos / y ascienda, como tú, la escalinata / que conduce al arcoíris».
La espiritualidad rebosa en Barakah (2015). Y las relaciones entre los seres y la naturaleza son fallidas en seres que invierten el tiempo en lo banal de un sistema que lo desconecta. En su propuesta hacia los adentros, el tiempo fluye y el poema no solo se presenta como una forma de sensibilidad sino también de conocimiento. Tanta desazón deviene en un alejamiento de ese tipo de seres y en un acercamiento celebrado de los dominios «del agua, del solo, de la tierra y del aire».
Por último, la generosidad de Rafaela Hames Castillo se muestra al ofrecernos catorce inéditos al final del volumen, donde volvemos a descubrir el mundo mediante el placer de lo cotidiano a través de una conciencia de plenitud. «Este hogar donde habito, poblado de destellos», así termina escrito La casa de las Luciérnagas para volver a disfrutar de sus poemas.
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